Para los no especialistas la salud depende en apariencia
de los hospitales, los centros de salud, la farmacia cercana con sus miles de
recetas, los profesionales que trabajan en esos centros (médicos, enfermería,
técnicos, etc.), de la tecnología sanitaria, de la investigación compleja, de
la capacidad de atención temprana (listas de espera, por ejemplo). En fin de la
infraestructura dedicada a la “reparación” de los enfermos. Nada más falso.
Esa imagen es el resultado de la historia sanitaria de los
últimos cuarenta años, en los que la inversión y el gasto sanitaria en esa
“parte” de la atención a la salud se ha dedicado sobre todo a esa maquinaria
compleja, cara y sentimental (recuerden los films televisivos sobre ello). Pero
lo cierto es que el nivel de salud de una sociedad se mide por la “calidad de
vida” de los años que vivimos, de las medidas sociales de higiene, el
urbanismo, los sistemas de tratamiento, abastecimiento
y depuración del agua, de la alimentación (de la calidad, no de la cantidad),
de la legislación sobre la salud laboral (accidentes y enfermedades laborales),
de la prevención epidemiológica y de otros muchos factores no precisamente
marginales como la contaminación atmosférica, de los accidentes de carretera,
de la tensión generada por una vida excesiva en lo profesional, de las
garantías de protección social frente a las derivas de la vida.
Con ello no quiero decir que esas infraestructuras duras
no sean necesarias, sino que la atención principal debe ir hacia otras zonas
que responden a lo que podríamos definir en genérico: prevenir antes que curar.
Esto tiene consecuencias enormes en términos de gasto
público, respecto a la autonomía de lo privado y mercantil, respecto a las
tensiones de la forma de vida actual. Son cuestiones de trascendencia política, de
hegemonía social también.
Un análisis fino de la evolución de la esperanza de vida
nos sorprende porque aparecen como factor determinante ese enfoque sobre la
prevención, la higiene, etc. No hay un solo país que haya incrementado su salud
significativamente mediante la infraestructura médica y olvidando lo “otro”. La
historia nos dice lo contrario. Incluso ahora mismo podemos ver como el paro y
la miseria creciente son factores más intensos en el descenso de la salud de
nuestra sociedad que los recortes sanitarios. Un viejo amigo, un economista
experto en salud explica siempre que por cada unidad de cirugía cardiaca creada
en Honduras, mueren 500 niños. Un ejemplo máximo, aunque no excesivo: si el
gasto sanitario se deriva hacia la mejora de la alimentación esos niños
vivirían. No es el caso de nuestro país, al menos no lo es exactamente, aunque
parece ser que nos acercamos a ello de nuevo.
En casi todos los países el concepto de salud pública,
respondiendo a la higiene, a la forma de vida, al urbanismo, a la alimentación
y a la prevención de las enfermedades epidémicas, se ha asociado a la creación
de instituciones específicas, en general se las llama agencias de salud
pública. Son elementos fundamentales de planificación social, con implicaciones
en el trabajo, en el transporte, la vivienda y, sobre todo, en el enfoque
realista del significado de la salud social.
Incluso la misma estructura sanitaria que ahora nos parece
estándar debe seguir parámetros que la salud pública determina, en función del
estado de la población, de las enfermedades “territoriales”, etc.
Si hay un adversario duro y eficaz para la visión
mercantil de la salud está sobretodo en la salud pública, puesto que es la más
radical al enfocar las bases de los problemas de salud y en determinar las
políticas, casi todas transversales, que dan verdadera solución a esos
problemas. Si la contaminación es el factor principal para las enfermedades respiratorias
y reduce significativamente la esperanza de vida y sobretodo la calidad de vida
de la población afectada, el asunto deviene una cuestión de alta política:
transporte, carburantes, distancias entre vivienda y trabajo, medidas de salud
laboral, tecnología limpia, etc. y mucho menos en términos de departamentos
hospitalarios. Insisto que lo uno no quita lo otro, si ello es posible
financieramente, pero lo primero es, por descontado, la salud pública, tal como
se lo estoy detallando.
¿Y todo eso a qué viene a cuento? Pues que al revés de lo
que debería hacerse en Catalunya, el conseller de salud va a reducir las
competencias y la capacidad de la agencia de salud pública catalana. No es que
su vida haya estado hasta ahora en manos ejemplares, al contrario, pero ahora
el ataque parece ser de mayor entidad: alguien quiere hacer desaparecer la
evidencia científica sobre los males epidémicos que sufrimos y de paso laminar
las propuestas, no precisamente cómodas, que implican. Y lo hace anunciándolo.
Los ganadores no serían las infraestructuras públicas
sanitarias. La víctima sería todo el aparato preventivo laboral, la reflexión
sobre las formas de vida que devienen factores de enfermedad. Los ganadores la
gran empresa de seguros, de atención sanitaria reparadora privada e individual:
la sociedad dual de Dickens.
Hay que parar los pies a tamaño monstruo, devorador de lo
bueno y hacedor de lo peor, como en los cuentos de Tolkien.
Alerto a los sindicatos especialmente, que ya conocen el
poder de la desregulación.
Lluís Casas y Enric Oltra (por la experiencia lejana)