jueves, 21 de julio de 2011

ESA PESTE DE LOS MONOPOLIOS



No es de extrañar que un país tan habituado al juego del Monopoly, como es el nuestro, no tenga política alguna en referencia a ese sector del poder económico y por ende político que encabeza el artículo. Si pensamos por un momento en el submundo inmobiliario, un sector esencial para la conformación de la españolidad, comprobaremos que el enorme negocio que ha durado décadas se ha basado siempre en el monopolio del suelo, tal vez no como propietario, pero si como financiero y recalificador. Por eso ni nos damos cuenta en dónde y cómo vivimos y, en definitiva, de lo que se juega.


Si el poder de la prensa viene de la propiedad y en cierto modo del éxito en las ventas, la empresa monopolista vive de ingresos atípicos propios de su influencia en parlamentos o en cualquier centro administrativo que tenga competencias y capacidad para generar subvenciones o normas favorables a quienes hábilmente manejan los pasillos y, obviamente, del férreo control sobre hipotéticos competidores. El monopolio no es otra cosa que la otra cara de la moneda del fracaso de la democracia en el mundo de los negocios. El monopolio tiene “amigos”, nunca competidores.


Entiéndanme ustedes, el término monopolio lo utilizo como instrumento descriptivo genérico, incluyendo oligopolios y todos los polios habidos y por haber.


De hecho, estamos rodeados de monopolios. Si excluimos el ámbito familiar y político, en donde una sóla madre y un sólo gobierno parecen ser cosas adecuadas y correctas, en el resto el monopolio es la norma efectiva o deseada para los empresarios, al margen de su bondad o no para el género humano. La carencia de competencia o los acuerdos para limitarla han formado parte de los primeros inventos empresariales que ha tenido la humanidad. Y así ha seguido la cosa.


Dicen que en la Roma imperial o republicana uno podía hacerse senador y, tal vez, cónsul si conseguía monopolizar el suministro de las frutas y las verduras. Hoy el asunto es más complejo, puesto que el orbe ha crecido y se ha hecho global y el “seft made man” solo aparece en contadas ocasiones como en Zara o en Windows y, al manos en el segundo de los casos, el “selft made man” termina siendo un monopolista de tomo y lomo. Y no es el único, como ya sabemos.


Si el asunto se mueve en el ámbito de las frutas y las verduras puede no ser muy grave, pero si pensamos en farmacia, banca, vivienda, comunicaciones, energía, tecnología y un largísimo etcétera, la fuerza del monopolio va ganado protagonismo y hegemonía para convertirse en una forma de gobierno paralelo.


Hoy el asunto, ya está dicho, se halla en los ejes tecnológicos y financieros del sistema. Incluye grandes beneficios económicos y grandes beneficios políticos e ideológicos. Ese es también un mercado monopolista, el de la ideología, basado en el control de la información.


Viendo estos días el caso de R. Murdoch, un cacique global de la información y de los media, uno se da cuenta de la debilidad democrática frente al poder del monopolio. Ese hombre y sus adláteres controlan un porcentaje muy importante de la información mundial y el algunos países su fuerza es indescriptible. El límite lo ha puesto, claro está, él mismo, al aparecer como un gangster en la utilización de los medios de investigación y la prensa seria que se ha resarcido de muchos años de humillación.
Pero, ¿porque antes no se hizo nada?



Resulta difícil imaginar que la democracia tolere ese control privado de la prensa y la comunicación, aunque teniendo casos domésticos de ambición hegemónica, el asunto parece natural. Ahí está (como ejemplos menores) el Sr. Cuní y la Sra. Rahola a quienes nadie pude hacer crítica alguna sin que aparezcan el GULAG y los perros de Riga sobre el desgraciado crítico. Si esto es así con periodistas individuales (que viven de un negocio, no lo olvidemos) ¿como no ha de ser para un empresario cuya ambición no es solo profesional o personal, sino económica y política?


Sin ir más lejos, ahí está esa foto de nuestro Zapatero cómodamente sentado entre banqueros viendo pasar la crisis por la puerta de Alcalá. Ahí se demostró que el poder político era un pelele en manos de la oligarquía bancaria. Y todo lo demás eran zarandajas o ideologías de usar y tirar, lo que nuestro filósofo parapandés, Juan de Dios Calero, denomina ideologías-cleenex.


Sorprendentemente en los parlamentos no hay muchos ejemplares vivos de oligarcas, como si hubo tiempo atrás. Tal vez por falta de tiempo o de escasa retribución, pero ellos prefieren los elegantes salones, hoteles y restaurantes para sus parlamentos y votaciones. En todo caso, lo más parecido a la democracia en el mundo de la gran empresa se produce una vez al año al presentar el balance y la cuenta de resultados a la asamblea de accionistas. Grupo fácilmente manipulable en cuanto se parece al conjunto de socios del Barça, en el caso que estos fuesen pequeños propietarios del club y solo mirasen el bolsillo y no el corazón. Con unas acciones o una expectativa de reparto de beneficios, la mayoría calla y otorga.


¿Por qué esa debilidad democrática frente a los monopolios si existen ejemplos de leyes y regulaciones en muchos ámbitos? ¿Qué beneficio se obtiene de aceptar acríticamente una situación de infracción democrática? ¿Es que por la existencia de los monopolios tenemos más alegría de vivir o un mejor servicio telefónico?¿Estamos más a gusto en un banco global que en una caja doméstica?


Hemos vivido incluso, el paso del monopolio público al monopolio privado, así de golpe y aplaudiendo. Lo hecho con las comunicaciones, con la energía y con otras empresas básicas podría considerarse un suicidio democrático. Pero aquí estamos, parados y coleando.


Ahora que algunos están mirando con enorme ambición a la salud, a la escuela y al centro social, tal vez sea hora de hacernos monopolistas en grupo.




Lluís Casas, ajado de tanto Moodys