Les voy a escribir a propósito de una película, Bucarest. Excelente film de homenaje de un hijo a su padre. Un padre, Jordi Solé Tura, sumergido en el trance de la pérdida de sí mismo por los efectos de una enfermedad maldita, el Alzheimer. Un hijo, Albert Solé, con espléndidas capacidades de documentalista.
Como espero que aprovecharan un paseo por la ciudad para verla, en el cine Alexandra de Rambla de Catalunya, me abstengo de cualquier prolija explicación cinematográfica y me centro en dos cuestiones que pienso son de relevancia colectiva.
En primer lugar el problema de la memoria de ese pasado siempre presente para los españoles, república, franquismo y transición que últimamente nos ha dado mucho que hacer y alguna alegría con la que sentirnos, por fin, satisfechos. Problema de memoria que como muy bien explica el hijo es tanto el recuerdo de lo que ha hecho uno mismo, como el recuerdo de lo que hemos hecho todos. Y pone como testimonio a la nieta, que desde la altura de sus cuatro años espera poder disponer de la memoria total del abuelo.
El segundo, el revisionismo sobre el comunismo, o mejor dicho, sobre los comunistas. Revisionismo hecho ahora a menudo por quienes, sin ánimo político, revisan sus propias vidas o las de sus padres y se hacen las preguntas fundamentales de la vida: ¿fue necesario, fue útil? Lo que me ocurrió a mí por causa materna o materna, ¿valió la pena?
El primer asunto es más que evidente, el Alzheimer de Jordi Solé es la transfiguración de la anestesia obligada que las derechas y algunas izquierdas habían pensado aplicar a nuestro pasado más cercano. El objetivo es obvio, un enfermo de memoria, sea un sujeto único o un colectivo, no da más problemas que los de su alimentación (un eufemismo, claro, puesto que dejo los efectos sobre su entorno al margen). Los que lo sufren (es una forma de decir, puesto que parece que no sufren en realidad) dejan de ser “ellos”, su historia se funde, desaparece, se pierde. No hacen política. Quedan fuera de juego y, en realidad, el juego deja de serlo al carecer de contrincante válido.
El film habla de ello; desde la cercanía de Jordi Solé y su enfermedad vemos una patología social que responde al mismo objetivo: la desaparición de lo que somos. La desaparición de lo que hemos hecho. Las dos merecen el combate a fondo, aunque parezca no tener esperanzas. La lucha personal o familiar contra la enfermedad tiene pocas o ninguna esperanza hoy, pero hay de darla. La lucha contra la patología social si las tiene: recobrarnos a nosotros mismos, que cada uno sea el que es en la realidad.
El segundo comentario a propósito de los comunistas no es tan evidente, pero si igual de importante. ¿Qué son los comunistas, o qué fueron? Las respuestas que se leen o escuchan ahora tienden todas a olvidar la esencia de la historia y a centrarse exclusivamente en la apariencia más inmediata desde el hoy mismo. El comunismo fue o es, elegir, una política de combate y una posición racional por un bienestar colectivo. Una organización pensada para la guerra total. Construida a lo largo de un período histórico, desde mediados del 19 y hasta los años treinta del siglo pasado. Tiempo histórico de una dureza totalmente incomprensible para los que no lo vivieron y que ni los libros, ni la memoria verbal han conseguido salvar. Dureza social, policial, militar, colonial, racial, de clase, de sexo, política y al fondo una gran esperanza también. La forja fue esa. Los metales, hombres y mujeres que lo apostaron todo a un mundo mejor, tal vez porque no tenían nada que perder, salvo su orgullo humano. El fuego “purificador” fueron unas sociedades alejadas del desarrollo democrático y de la complejidad social del desarrollo como Rusia y China. Los efectos de todo ello, inconmensurables para bien o para mal, los vivimos todavía.
¿Valió la pena? Pregunta sin respuesta, como la que hacen los físicos al preguntar qué hubo antes del Big Bang. No hay lugar para la pregunta, puesto que la vida la hacemos cacho a cacho y tomamos las decisiones sin conocer el futuro, nuestro futuro. ¿Qué pensaría el hijo de un supuesto Jordi Solé si este no hubiera luchado por la democracia y por un mundo mejor y que se hubiera instalado en la comodidad de la cátedra, haciendo oídos sordos a la realidad circundante? ¿Hubiera valido la pena eso? Su padre podría haber errado en el grado de compromiso o en sus circunstancias concretas, pero no en el compromiso. Quien ha tenido cerca una persona vinculada a la lucha democrática o social ha tenido más que un padre o un hermano, ha tenido un ejemplo de lo mejor de lo humano a seguir.
A propósito de ello, reitero que no solemos encontrar entre los demócrata cristianos personas que se duelan de las decisiones adoptadas. Estaban, más o menos a verlas venir. Sus riesgos eran controlados y ciertamente ligeros con respecto a los que Jordi Solé tuvo que tomar. Lo mismo ocurre con otras corrientes políticas, con las excepciones personales ocasionales y dignas. Quien no tenía que arriesgarlo todo o casi todo, no corría el riesgo del balance posterior, ni el de la pregunta del hijo. Los comunistas, si. Y otros que por desgracia no fueron muchos también. Por ello, el hijo debe responderse que cada decisión valió la pena, aunque el coste personal y familiar fuera tan considerable, la apuesta a ganar era todo un futuro distinto y mejor para todos.