A
punto de coger el correo de Andalucía, el sevillano histórico (es un decir),
siento una necesidad ineludible de contar una historia ejemplar a modo de
factor de cambio y adaptación para los artículos que surgirán a la sombra del
correspondiente árbol protector en la cercanía del Mediterráneo ampurdanés
(técnicamente llamado Mar d’Amunt por hallarse más allá del Cap de Creus).
Planté
en su día un azofaifo (en catalán ginjoler), con la esperanza de que se
convirtiera a su debido tiempo en sombra protectora alternativa al consabido
pino, pero la
Tramontana y
la escasez de riego natural lo convirtieron en una especie de árbol frustrado y
ya no puedo contar con él, al menos hasta que los brotes verdes recientes se
consoliden y sean señal de adaptación, sobrevivencia y esplendor para un futuro
incierto. De modo que les dejo en la duda sobre bajo que sombra acudiré con los
libros y el portátil para seguir dando la tabarra.
El
asunto lo presento como algo arteramente teatral. He fundido lo que serían
varios actos en uno solo, he asumido la regla de la unidad de lugar, cuando en
la realidad la cosa se desarrolló en varios, he sintetizado personajes varios
en unos pocos de manera que la redacción se hiciera asumible (la lectura ya
dirán) y he dado, en contra de las normas de los grandes maestros,
determinación ideológica a lo ocurrido, en vez de dejar al lector al albur de
sus reflexiones. Es la influencia de mi periodo de mantenedor de cine club.
La
obra se desarrolla en un bar existente, en un pueblo real y con gentes
contantes y sonantes. No les atribuyo nombre y localización para preservar su
exigido anonimato y evitar que los ocasionales visitantes echen a perder una
zona y un personal genuino.
El
bar, como los dos o tres que hay en el lugar, es una zona masculina, en donde
se intercambian no solo las cartas de la brisca, sino informaciones diversas,
sobre los negocios agrícolas, el tiempo inclemente que siempre hay en la zona,
calor en verano y niebla en invierno, los deportes y fichajes (deporte
significa futbol y especialmente el Barça y su antítesis el Madrid), algunos
asuntos discretos personales que mantienen al día lo que ocurre, lo que podría
haber ocurrido y lo que seguramente ocurrirá. Todo en torno a una cerveza, un
carajillo o un café que suelen durar sus buenas dos o tres horas. Unas veces
hacia el mediodía y otras, las más, al caer la tarde, después de las
campanadas del fin de la siesta.
La
presencia femenina es puramente ocasional para el vermut familiar o el refresco
rápido. Ellas tienen sus propios equipamientos para el alterne y el intercambio
de opiniones, la misma calle a partir de las siete de la tarde en cómodas
sillas bajitas para las veteranas del lugar y la piscina por la mañana mientras
los niños agitan el agua y las madres no parar de cascar leña. Ciertamente
habría que incluir en centro cívico, convertido mediante una ocupación rápida y
efectiva en centro femenino. Juega un rol complementario a la calle, a las
tiendas de alimentos y a la piscina, con el aditamento de actividades propias
del coser y cantar. Ellas no intervienen directamente, pero suelen estar a la
que salta en todo.
Tienen
ahí el marco general, un pueblo más que representativo y en nada peculiar que
podría ser cualquier otro, pero que no lo es.
El
grupo que nos interesa, que suele variar diariamente en su número y
protagonismo, lo componen unos personajes de cierto peso en el lugar. No son ni
el maestro, ni el guardia civil, ni el médico, ni el cura, ni siquiera Peppone
en tanto que primera autoridad. Las cosas sociológicas han variado en mucho
para que ese núcleo se mantuviera todavía.
El
asunto son las relaciones económicas y laborales que la crisis está generando
en el pueblo y la perplejidad que esta impone a casi todos.
En la
mesa, médium imprescindible para las actividades habituales del grupo, hay un
juego de cartas inactivas, pero a la espera de la agitación consabida, las
bebidas que acompañan día a día a los asistentes, unas en fase de extinción y
otras de relevo, dado que la reunión parece que se prolonga más de lo que suele.
Ahí
está el delegado de la entidad bancaria del pueblo, la única existente (pongan
el nombre que quieran). Hombre que maneja la casi la totalidad de los flujos
económicos de los residentes en el pueblo y de algunos asiduos visitantes al
estilo de segunda residencia, sueldos, pensiones, subvenciones europeas a la
actividad agrícola, ahorros de todo tipo, los créditos y las hipotecas, además
de ciertas confesiones más reservadas si cabe que las que el cura realiza los
miércoles y los viernes, dado que no hay plantilla fija en la
Iglesia. Este bancario,
un tanto exaltado, argumenta sobre los motivos de no conceder unos ciertos
créditos que otros comensales han solicitado. Los argumentos se basan en el
riesgo de la actividad propuesta, una cierta falta de patrimonio que avale con
garantía la concesión del crédito y las órdenes recibidas desde la cúpula bancaria,
en donde ahora se decide el todo del todo, sin casi intervención facilitadora
del hombre instalado en la delegación.
La
reacción del bancario, tan justificativa y tan abiertamente pública (cosa
extremadamente extraña en el lugar), es debida a la reclamación de otro socio
habitual que además de su actividad agrícola tiene un proyecto que apunta a la
exportación y a la producción de calidad. Cosas que suenan en el lugar un tanto
peculiares, dada la idiosincrasia inmovilista del entorno. El afectado, irritado
y afectado por algo que le desmonta un futuro alternativo, le argumenta que su
proyecto no solo no es una locura, sino un futuro para el pueblo. Su proyecto
puede extenderse, generará puestos de trabajo, añadirá valor añadido a la
producción agrícola tradicional, incorporará tecnología y conocimiento de
procesos y de gestión.
Los
argumentos del anterior interesan mucho a un tercero, también habitual de la
mesa y acérrimo vencedor a las cartas. Es un mediano industrial dedicado a la
carpintería industrial. La industria está en el pueblo y la mayoría
de sus trabajadores son residentes y conocidos desde el momento de construcción
del castillo de frontera que significó la aparición del pueblo. El hombre puede
ser un proveedor importante del proyecto y ve con ojos desorbitados la posible
pérdida de una ocasión de consolidar su empresa en momentos más que delicados.
Sus argumentos se vuelven paulatinamente más agresivos, siempre dentro de lo
que es normal cuando las cosas son de importancia y las diferencias un tanto
incomprensibles.
El
siguiente personaje, un tanto fuera de juego sobre el asunto, es el presidente
de la asociación cultural del pueblo, es decir el organizador de la fiesta
anual y de alguna manera la voz pública de los tradicionalistas del lugar. El
debate no le va nada, no entiende que va el proyecto, le pone nervioso todo lo
que signifique cambio y tecnología y ve con horror los argumentos en torno a la
posible pérdida de subvenciones europeas, algo que argumenta otro comensal
pasará irremediablemente. Eso es el hundimiento, la destrucción social de la
comunidad y el abandono por parte de los jóvenes. Piensa también que, si como
afirma el bancario, el proyecto no cuaja la subvención anual del banco a la
fiesta mayor puede pasar a mejor vida. Refleja esos pensamientos de forma de
pacifico moderador y escéptico renovador social. Nadie le hace caso.
El
siguiente en la pequeña comunidad hoy ya muy agitada es un reciente jubilado,
vuelto al pueblo después de una larga vida profesional en la ciudad que con
ironía y una cierta mordiente argumental explica que el dinero del banco surge
del propio pueblo, de sus ahorros y de sus laboros, por lo que considera una
apropiación desconsiderada por parte del banco no analizar adecuadamente el
proyecto, no entender que es lo que necesita el pueblo y definir su posición
con maneras de cacique y con argumentos con poco sentido. Propone que si esa es
la tónica para los residentes del pueblo y clientes del banco lo más adecuado
sería abandonar la entidad financiera en grupo y negociar unas condiciones más
favorables a los intereses del pueblo con otra, aunque no tenga sucursal allí
mismo.
Cuatro
es el número fijo para las cartas, pero no el de asistentes diarios. Hay los
mirones de la partida, que por turnos o por necesidades de trabajo se van
turnando en la mesa y las cartas. De esos hoy hay tres más, alguno con una cara
y unas manos que anuncian su trabajo en el campo, aunque no se equivoquen,
trabajo ya mecanizado y con expertas experiencias en el mercado de los
productos que genera. Su idea es que, aunque su producción no se adecua al
proyecto, su situación podía mejorar en base a la aparición de oportunidades
colaterales, aparte de ciertos cambios productivos que intuye podría hacer. Ve
ventajas, ve oportunidades, ve negocio. Intuye posibles alianzas en caso que el
banco mantenga la negativa.
El
penúltimo asistente, manejándose siempre como escurridizo pleiteante, era un
gran señor de la tierra, ahora traspuesto en inversor en bolsa y creciente
cliente bancario. Se ha acostumbrado a invertir con créditos, riesgo de máxima
garantía en estos momentos. Está, pues, en clara dependencia del banco y no le
interesa ni el futuro del pueblo, ni el proyecto en sí. Teme el vencimiento
próximo y la falta de liquidez de que disfruta en estos momentos. Tiene avalado
parte de los créditos con los últimos bienes terrenos que su familia posee en
este mundo. Por todo ello, no hace más que resaltar lo bien que le ha ido a
todo el mundo hasta ahora con la gestión del delegado bancario y de su buen
criterio. Él sabe de estas cosas.
Finalmente
aparece en escena, puesto que hasta ahora estaba en la barra disimulando, el
propietario del bar. Conspicuo personaje aparecido en el pueblo desde lo más
profundo del sur que con habilidades conocidas y desconocidas se ha hecho un
lugar en el pueblo. Un lugar y unos seguidores en razón a la caza y a las
merendolas pantagruélicas que ofrece a partir de octubre. Es hombre de
sentencias y de pocos rodeos, su fama de afinado tirador y de corpulento
agitador le rodea de un liderazgo ambiguo pero efectivo. Su palabra manda mucho.
Se
acerca a la mesa y con sus manazas sobre los hombros del delegado bancario le
dice a media voz, mira, yo no sé de riesgos, ni de políticas financieras y
corporativas, pero sí sé que tu estás aquí en este pueblo y aquí te
ganas la vida con el dinero de todo el pueblo y con sus créditos, hipotecas,
depósitos y comisiones. Tú mismo. Tu banco elige.
No les
cuento como termino el asunto. No puedo, todavía ronda en el bar, en las
calles, en el ayuntamiento y en la sucursal bancaria en donde el ambiente ha
cambiado. Todo el mundo espera.
Lluís Casas en la estación de Francia y con maleta de
cartón