Me permitirán una cierta licencia para expresar un pesimismo
personal que va y vuelve cual Guadiana. Aunque debo admitir que de vez en
cuando no viene mal ponerse en lo peor. Es una manera, si está bien manejada y
adornada con copa y puro, de remontes posteriores eficaces.
Desde hace unos años asistimos a la consolidación de una
tendencia hacia la crueldad por parte de estados, administraciones
internacionales, etc. que coinciden con la impresión (reforzada por análisis
cuantitativos) que las clases muy acomodadas han decidido abandonar cualquier
veleidad igualitaria, desprenderse de la democracia real y social, impulsar o
tolerar con alegría las derivas populistas parafascistas, mirar hacia otro lado
cuando surge una necesidad urgente de aplicación de los derechos humanos, de
los derechos constitucionalmente aceptados. Además parece que ni la crítica, ni
la fotografía indignante del abandono, ni la reflexión desde la religión o
desde los sentimientos más elementales hacen mella ni en los tenedores del poder
económico, ni en sus delegados en la política. No hace falta recordarles la
inmensa crueldad frente a los migrantes de la guerra. Ni la inacción frente a
la situación de desespero familiar con el paro, los desahucios y las lacras
crueles instaladas en nuestro país. No cabe dejar de lado otro tipo de crueldad
más cercana, la que se desprende de la intervención personal que nos ofrecen a
menudo los medios: personas concretas que muestran su indignidad con el
maltrato a otras personas en clara situación de desventaja. Si quieren un
comentario ilustrado y eficiente, lean a Joaquim Sempere en Mientras Tanto.
Como con lo anterior me parece suficiente para hacerme entender
por los lectores, paso a hacer las siguientes preguntas que me parecen de
interés, aunque no resuelvan nada:
1. ¿Se les ocurre que en otras ocasiones
históricas ese abismo entre los pudientes y el resto ya se ha producido y ha
derivado (con tiempo) hacia cambios de gran radicalidad?
2. ¿No les sorprende que este momento
histórico, lleno de posibilidades organizativas, de comunicación inmediata, de
líneas de influencia y delegación políticas, sigamos con una debilidad de
cambio tan acentuada?
3. ¿No les extraña esa paciente espera
(no se sabe de qué) de los afectados por las derivas sociales y sus entornos,
mientras pasan años, cambian legislaturas, se hunden bancos y se malgastan
oportunidades de mejora?
4. ¿No resulta extraño que la filiación
política y la sindical que son ejes de agrupación para el cambio estén en
cifras ridículas?
5. ¿Cómo es posible que la multitud de
mareas existentes, salud, educación, vivienda, etc. no se haya transformado en
una gran palanca de cambio y se hayan establecido en reivindicaciones
sectoriales cada vez menos atendidas por la prensa y la ciudadanía?
6. ¿Qué hay bajo la actitud juvenil de
aceptar jornales medianos por jornadas completas, sin agitación social y
rebelión?
7. ¿Cómo es que se acepta la emigración
económica a la ventura cuando se ha recibido una previa formación elevada, tal
como la aceptaban nuestros abuelos y bisabuelos?
8. ¿No les sorprende la inocencia de
propuestas políticas y sociales en torno al bien común o cosas parecidas,
cuando hace casi dos siglos que se empezaron a ensamblar metodologías sociales
y políticas mucho más aceradas en la crítica y el análisis?
9. ¿Resulta tan lamentable el estado de
reflexión sobre las experiencias pasadas que despreciamos lo que costó tanto
construir: organización política y social para el cambio e ideología de soporte?
10. Dejo el espacio para que ustedes
añadan a voluntad lo que quieran.
SANT JORDI O EL DRAC ES MENJA EL CAVALLER
Siento añadir a lo dicho un comentario entre irónico y crítico a
la jornada de Sant Jordi reciente. En otros tiempos me resultaba imposible no
producirme una hernia con el peso de los libros adquiridos en la jornada del 23
de Abril. Incluso no evitaba el acarreo del bulto por la paradas callejeras y
por la visita arriesgada al interior de las librerías. Todavía recuerdo la
emoción del día y la elaborada lista de preferencias literarias que
cuidadosamente preparaba durante semanas para no caer en tentaciones
ingobernables el día de autos. Tampoco olvido los años juveniles en que estuve
detrás del tenderete, ya como asesor de compras o como acarreador de paquetería
ilustrada.
Hoy, en cambio, no me atrevo a salir de casa. La aglomeración
manifiesta que provoca un día soleado me impulsa a recogerme en el sofá y leer,
en vez de comprar (si uno tiene la suerte de alcanzar la zona de venta).
Tampoco es que la oferta sea digna de reconocimiento, salvo algunas excepciones
de garantía y honorabilidad comprobadas este año ha sido insulso de cojones
(¿Cómo es que Juan Marsé no es el autor ganador del día, por poner un ejemplo
garantizado?). La lectura al final de la operación tampoco ayuda a celebrar la
jornada: los premios de venta señalan cosas irreconocibles desde el punto de
vista literario o del interés por las cosas reales de este mundo. Claro está
que después de los líderes de ventas, siempre hay otros (escritores de
valía) que consiguen colocar un digno número de ejemplares. Una cosa por la
otra, nos consolamos. Reformistas recalcitrantes que somos.
En fin, la alegría que desprende el comentario del Boss sobre el
asunto no es compartida por el que firma. Tal vez vista desde Pineda de Marx la
cosa cambia, pero desde la plaza Lesseps resulta invivible.
Lluís Casas, como ven, necesitado de unas elecciones