Recién
llegado el verano se inicia la cuenta atrás. Me explico: quedan, en principio,
tres meses casi exactos hasta el 27 de septiembre, cuando deberían celebrarse
unas peculiares elecciones a la
Generalitat de Catalunya.
El asunto,
planteado desde la cúpula partidista de CDC (excluyo ya UDC) y en términos
plebiscitarios al respecto de la independencia de Catalunya, tiene no solo un
montón de aristas peligrosas, sino que las interrogantes sobre el sí son
todavía de consideración. Unas “simples” elecciones estatales pueden detener la
convocatoria catalana, y esta es una posibilidad por la que grupos de presión e
intereses políticos trabajan a destajo.
No entro a
comentar las innumerables aristas que comporta que unas elecciones políticas,
de representatividad política, puedan devenir con cierta normalidad en un
referéndum por la independencia. Eso está ya muy trabajado.
Mi interés
radica en poner de manifiesto mi perplejidad sobre lo que me demandan los
partidos y entidades que quieren que esas elecciones (convocadas por segunda
vez prematuramente respecto al periodo normal de legislatura) definan el futuro
del país entre dos extremos: uno la independencia, si existe una mayoría
parlamentaria partidaria de ello. El otro, una indefinición profunda, una
especie de agujero negro, si los resultados no dan con claridad el triunfo de
la primera opción.
Ha habido un
proceso mágico que cambió las claves en que se situaba la mayoría de catalanes:
el llamado “dret a decidir”, procedimiento a través del cual el personal se
definía entre varias opciones que permitían una cierta lógica de situación:
desde el no hay que tocar nada, hasta la independencia. En medio dos o más
opciones que basculaban entre el federalismo asimétrico y el confederalismo. En
síntesis, te preguntaban quien eras con una cierta facilidad de respuesta.
Hoy el asunto
ha dado un vuelco simplificatorio solo en apariencia. Si votas a los partidos,
coaliciones o listas del President en las cuales la independencia es el núcleo
vital, se sitúas a un lado. Si votas cualquier otra posibilidad, estas en el
otro. A eso yo le llamo división en dos, cuando en el país los divisores son
más abundantes y los sumandos y multiplicadores también.
He hecho una
especie de valoración sobre los dos posibles resultados de cómo me afectaría en
mis relaciones familiares, amistosas, políticas, vecinales, etc. Doy como dato
que esas relaciones están en su inmensa mayoría en el campo de la democracia,
del catalanismo integrador, del respeto al vecino, de la defensa de la cultura
y de la lengua catalanas, de una mejor financiación de los sistemas de
bienestar social, de una mejora en la capacidad de decisión sobre les
estrategias inversoras públicas, etc. No les canso, puesto que doy por
certificado que entienden bien lo que les digo. Les informo también que muchos
de ellos son claramente independentistas y algunos con algo más que fervor
patrio.
Mi pregunta
es la siguiente: ¿en el estado actual de las cosas, pendiente de saber con
cierto detalle tanto el estado global de la opinión en Catalunya al respecto,
como sus múltiples variedades, mis amigos y conocidos han de tensar sus
relaciones al límite de romperse en dos grandes grupos, que en realidad tienen
gran cantidad de puentes entre ellos?
No estoy
diciendo un no a la independencia: estoy afirmando que, para mí, no vale la
pena perder amistades, conocimientos y trato cercano por un asunto que, en
general, se resuelve despacio y con mucho tiempo de tolerancia y confluencia.
Tener razones no implica imponerlas sin dar el tiempo, los argumentos y el
modelo de sociedad para confluir en porcentajes que no generen la más mínima
duda. La experiencia escocesa está bien cercana en el tiempo y un no se ha
transformado en una mayoría significativa solo meses después, cuando el elector
ha comprobado la manipulación del no.
Lógicamente,
tengo que reconocer que la operación Escocia aquí está falta de la primera
instancia: la convocatoria del referéndum, del “dret a decidir”, por lo que
debo aceptar que la impaciencia no es solo producto sentimental, sino el
resultado de los oídos sordos al voto.
Pero aunque
ello es así, sigo interrogándome sobre ese riesgo de ruptura social que me
parece advertir con claridad en unas elecciones plebiscitarias. Si además, las
elecciones estatales están al caer, ¿por qué no dar oportunidades a
alternativas con las que se podría hablar con cierta confianza en que escuchen
y reflexionen? Se trata de pocos meses, tres a lo sumo, con los que el panorama
del estado puede haber cambiado mucho.
Todo ello me
lleva a una reflexión que afecta solo a una parte del componente
independentista “ahora ya”. Y es que el plebiscito no solo es para resolver la
cuestión de la independencia, sino el problema de la hegemonía política en
Catalunya, cuando los anteriores detentadores se sienten claramente superados
por la enormidad de los pecados cometidos.
Insisto en lo
dicho, no veo porqué he de distanciarme de mis compañías habituales si no son
independentistas. Hasta hoy, entre nosotros la cosa ha funcionado mejor de lo
imaginado.
Lluís Casas
repasando la agenda.