O donde se vuelve a avisar a los incautos.
Después del éxito editorial del anterior artículo y ante las presiones insistentes del editor, me veo en la obligación de sugerirles que lean lo que sigue.
Las circunstancias me son favorables dado que en la prensa de estos días se consigna la diferencia de España en relación a la media europea y a los países de mayor riqueza de la zona en términos de gasto social y fiscalidad. En síntesis y si me permiten decirlo con trazo grueso y con la rotundidad made in Parapanda, España está en los niveles de Polonia (la verdadera) en ambas cuestiones cuando en nivel de riqueza nos hallamos en el cuarto o quinto lugar del escalafón. ¿No les parece sorprendente?
Un país que regresa a la democracia después de cuarenta años de dictadura no consigue alcanzar la media europea de bienestar social (pues eso es el gasto social y la fiscalidad que lo financia) ni en treinta años. Y eso no será porque la mayoría de los españoles se nieguen a utilizar los servicios y las prestaciones públicas.
El final de la Segunda guerra mundial produjo un avance en ese sentido en tres o cuatro años. Fue la compensación (una forma de explicar la presión de las izquierdas políticas y sindicales) al esfuerzo bélico, cosa que incluía a la misma Alemania e Italia, perdedoras del conflicto. Pues bien, España es históricamente distinta. Al menos por lo que hace al motivo del artículo y exclusivamente por causantes políticos.
Por ello, volvamos al debate del superávit. Decíamos ayer que el superávit no es frecuente. Y ello responde a la propia lógica del buen gobierno. Uno no decide votar en las elecciones para que el gobierno se guarde los dineros de todos en una hucha. Lo hace en virtud de los programas a desarrollar y todos ellos generan gasto público, pueden estar seguros. Se vota por mejores carreteras, o mejor educación, o por pensiones dignas. En fin se vota el gasto público. Los liberales europeos, después de acompañar a las izquierdas en la consecución de estados de bienestar avanzados se desengancharon del carro y plasman ahora políticas de reducción de las prestaciones públicas, pero, ¡ojo!, lo hacen para transferirlas al ámbito del negocio privado y con mucho tiento (también aquí hay que distinguir entre eslogan y realidad, pues la mayoría de países que ha sufrido el tatcherismo ha seguido incrementando el gasto público).
Uno de los argumentos es que el estado no puede financiar tanta prestación social, que cada uno ha de atender a un cierto nivel de sus propias necesidades. Me duele no poder estar en ese debate, ¿para que lo voy a hacer si aquí en nuestro domicilio esas prestaciones sociales están a más de 10 puntos porcentuales de las europeas? Por lo que deduzco que los liberales autóctonos o son tontos o muy interesados.
Si el objetivo del gobierno es el gasto, más y mejor gasto, es obvio que el superávit no sea más que una circunstancia anómala o simplemente una curiosidad económica. Aunque tengo que reconocer que puede tener una función digna: rehacer la hacienda pública cuando se han producido déficits intensos anteriores y las cifras están en un rojo intenso. Cuando las circunstancias sociales y económicas lo exigen la administración gasta más de lo que recauda (en general un hecho de agradecer, responde a una profunda necesidad del sistema), ello se financia con bonos del estado o con créditos del sistema bancario (a veces retrasando el pago de facturas, sistema financiero totalmente innecesario y anómalo).
No hace mucho tiempo hubo un ministro que ayudó a la destrucción de la base industrial española financiando un enorme déficit público a tipos, lógicamente, altísimos. Para los que no lo recuerden llegaron a estar cerca del 20%. Ese déficit hubo que eliminarlo paulatinamente en base a superávits o (es lo que realmente sucedió) a base de tipos de interés bajos (Europa hizo el trabajo duro). Ese ministro hoy da clases de economía. Vaya a saber usted por qué.
Todo ello nos lleva a considerar que el déficit o el superávit no es más que una circunstancia ligera y pasajera, que se corrige al año siguiente. La administración debe recaudar y gastar bien en beneficio de todos. Si existe superávit (sin deudas anteriores) y necesidades de Inversions en infraestructuras o en gasto social, hará bien en aplicarlo a esos fines.
Me marcho del superávit, solo en apariencia, para regurgitar otro asunto de cabecera: la política de vivienda. Estarán ustedes al caso: las administraciones se han declarado en quiebra ideológica frente a los promotores privados y se lanzan al cheque vivienda como tabla de salvación. Pues bien, como diría mi abuelita (ya dije yo que pasaría), los precios del alquiler están absorbiendo ese cheque que va directo al bolsillo del promotor. Me explico: cuando alguien busca un piso de alquiler, el promotor ya sabe que la administración les ha puesto en la mano más de 200 euros mensuales como ayuda. El piso, pues, pasa de la cifra del mes pasado a la de ahora, con 200 euros de más. Con lo cual, la acción benéfica de la administración es para el listo promotor ya que el sufrido contratante solo dispone de un espejismo de euros.
Se preguntaran ustedes ¿como es posible que la ministra del ramo y promotora de las ayudas como si fueran maná del cielo no supiera eso?. Pues bien hay dos opciones, la primera es que la ministra entre unas cosas y otras no haya leído mucho, o que haya desaprovechado las clases en su época de estudiante. La otra es que no le interese la realidad y piense que puede vivir de ilusiones. En todo caso, ninguna de las dos opciones la cualifica como ministra adecuada.
El asunto es tal que forma parte de la manera de redistribuir el superávit hacia aquellos que hacen buen uso de el: el sector privado, promotoras inmobiliarias en este caso o residencias de ancianos en otro, o hospitales en el siguiente y escuelas en el tramo superior. Del superávit viven muchos, porque otros lo permiten.
Incluso en gobiernos de izquierda, me lamento.
Lluis Casas, desde Parapanda