miércoles, 25 de julio de 2007

EL PAGON DE BARCELONA




Lluis Casas, Doctor ingeniero de telecomunicaciones



No les va a sorprender a los lectores habituales de este medio que les escriba sobre el apagón de Barcelona y ello por dos motivos, en primer lugar porque se trata de infraestructuras, no solo básicas sino, hoy en día, vitales y en segundo lugar por su trascendencia política y por ciertas picardías que puede hacerse con los ministros de Industria, mandamases aparentes de la energía en España (Clos, Montilla, Piqué y otros). Allá voy.


No les relataré algo conocido por los periódicos: ese estado de sitio que han vivido cientos de miles de personas y muchos servicios básicos, desde la sanidad al alumbrado público, aunque no dejaré de reseñar el alto nivel de civismo, paciencia y buen sentir que demostramos los barceloneses, cosa que no está nada mal en los tiempos que corren, pero que podríamos demostrar sin necesidad del apagón.


Iré al ajo manifestando que estamos viviendo en Catalunya una doble crisis de infraestructuras, la primera comentada en diversas ocasiones es la que se manifiesta por un, digamos, descuido histórico respecto al mantenimiento, reinversión y nuevas infraestructuras en nuestro país. En los últimos dos años ha sonado la alarma en diversas ocasiones, aeropuerto, ferrocarriles de cercanías, abastecimiento de agua, suministro eléctrico, etc. como demostración palpable de a donde hemos llegado. Dejaré por hoy esta cuestión y me traslado a un asunto colateral, pero de la mayor importancia para entender por qué funcionan tan mal algunos servicios básicos.


El asunto viene, a mi entender, de la enorme privatización de los servicios básicos y empresas públicas que emprendió el PSOE y culminó el PP (la energía como ejemplo paradigmático) y que no ha terminado todavía (faltan algunas piezas solemnes como los aeropuertos, las líneas de ferrocarril y otros). No criticaré, aunque podría hacerlo, la opción privatizadora. Ahora me interesa algo más sutil y entiendo de mayor importancia: el control sobre esas empresas mayúsculas que la sociedad posee o no. Control obvio dada la peculiar situación de ese no mercado y de la trascendencia de su funcionamiento. Partíamos en los años setenta de una situación que podríamos calificar en inglés como de poco adecuada. Las empresas estatales suministradoras de la mayor parte de los servicios y las infraestructuras respondían a un modelo político (muy franquista puestos a decirlo) que ensamblaba control político (absurdo y torpe en general), con los intereses de la oligarquía industrial y financiera de entonces. No hace falta citarles a Tamames y otros ilustres de entonces para que se hagan una idea de lo que quiero decir. El proceso democrático nunca emprendió una reforma en profundidad en ese sector, incluso con gobiernos elegidos y con las nuevas direcciones de les empresas públicas un cierto aire rancio se mantuvo y la cultura empresarial basada en que la empresa estaba por encima del servicio público siguió ahí y ahí sigue según podemos apreciar por los hechos. El paso a la gestión privada fue mal planteado, pero sobre todo se obvió lo mismo que antes: unos sectores en donde la competencia brilla por su ausencia y la opción del consumidor es menos que marginal deben continuar bajo una fuerte regulación pública (como mínimo). Y por lo mismo, unos sectores clave en el desarrollo económico y urbano, abastecedores de servicios básicos deben responder, incluso con la filosofía de la empresa privada, al servicio público por encima de cualquier otro interés.


Tenemos a mano infinidad de hechos que corroboran que los hechos se producen al revés: es el poder público y el interés ciudadano el que está supeditado a la estrategia empresarial, al margen de beneficios que honestamente pudiesen corresponder y a las casualidades de la vida, como el sr. Pizarro por poner un ejemplo. Puedo señalar, y señalo, los pagos a las eléctricas en concepto de entrada en la competencia como de pura poesía especulativa, la asunción del coste financiero de la red de autopistas de peaje como dádiva mortuoria (se entregó a lo privado una red en bancarrota financiera por la devaluación de la peseta y la administración asumió los costes. No cito al protagonista, ahora en Europa, porque produciría más de un patatús).




Ese modelo de carácter extremo dentro de un liberalismo económico que podría resultar aceptable ha producido monstruos en toda Europa. Recuerden ustedes el film que relata la cruz de unos trabajadores ferroviarios británicos que viven la gran privatización de la Thatcher, hecha sobre el cadáver del buen servicio y cadáveres reales de accidentados por renuncia técnica al buen servicio. Privatización que otro liberal más benigno, Blair, ha tenido que retocar en profundidad para que los británicos pudieran seguir llegando a la hora.


Nuestros monstruos gozan de buena salud financiera y de excelente salud de poder. Los ministros de industria con sede en Madrid, con reconocidas obligaciones en el ramo energético nunca han actuado con la decisión y la claridad de intereses que conviene al país, arrugados frente al poder real de los pizarros de este mundo. En Fomento, otro ministerio madrileño, otros poderes actúan de forma parecida, aunque ciertamente menos descarada y en Medio Ambiente, más de lo mismo. Luz, agua, gas, carreteras y autopista, aviones, etc. Son el pan de cada día.



¿Qué hemos hecho mal para merecernos esas empresas? La respuesta es muy compleja, pero esencialmente hemos renunciado a que estas empresas cumplan programas de inversiones y de mantenimiento adecuados a la expansión del consumo, la seguridad de las redes y la disciplina pública. Los beneficios son el resultado de una empresa que entrega un buen servicio, no de una empresa que alarga la amortización de cables y conexiones más allá de la razonable y sitúa en grave riesgo a la sociedad. Esas empresas, afirmo, se deben más al servicio que al propio accionista y, al revés, nunca el servicio debe verse afectado en riesgo por mor de beneficios o de especulación bolsaria.



Accidentes e incidentes pueden ser imprevisibles, pero nunca deben tentarse. Si no se renuevan las líneas y se adecua a las necesidades, los incidentes vienen solos. Ahí está el problema. La administración, en este caso el gobierno debe recuperar algo de no debió perder, el control del servicio y la capacidad de incidir en la actividad básica inversora de las empresas.



En el caso del apagón barcelonés, las enseñanzas vienen dobladas. Al sistema de garantía del servicio basado en la lotería del riesgo que impera entre las eléctricas, se añade la escasa capacidad de coordinación entre empresa abastecedora y la responsable de la red general. El espectáculo ha sido divino para quien tenía luz para poder ver la televisión, ni una ni otra empresa aceptan responsabilidades e incluso se niegan a comparecer en público. Para el sufrido consumidor catalán, que no ciudadano (puesto que parece que esos servicios no se corresponden al estado de ciudadano) la juerga continua con debates entre Endesa i Resa por quien es el culpable y qué cable se ha roto, si el tuyo o el mío. El mismo consumidor teme que dentro de quince años un juez decida que las empresas han de pagar una indemnización de 10 euros en razón a los servicios no prestados. Mientras, las mismas empresas habrán realizado inversiones de gran importancia estratégica en el desierto del Gobi, en donde ya son los principales abastecedores de energía. El cable culpable, se dirá luego, fue reforzado por el lampista del barrio y así continua.


Lluís Casas a oscuras