En un momento de debilidad o de orgullo mal entendido me
comprometí con el boss de la comarca a plantear los puntos de confluencia que
las diversas izquierdas deberían aceptar en aras de una oferta electoral para
el próximo futuro en forma de manifiesto al que adherirse particularmente y que
invitara con el ejemplo a las organizaciones políticas y sociales a hacer lo
mismo.
Evidentemente, el asunto ha surgido al realizar ciertas sumas y
restas a partir de los últimos resultados electorales que dan un nivel de voto
conjunto de un peso considerable a los partidarios de los cambios en
profundidad. Tanto es así que los medios, ya no los distingo, están llenando
páginas y pantallas de recursos inquisicionales modernos: que si Venezuela, que
si Corea del Norte, que si Cuba. En fin, ladran, luego cabalgamos. O al menos
habríamos de intentarlo.
No solo la máquina de calcular pone sobre la mesa esa necesidad
de programa común o proyecto mínimo o como ustedes quieran llamarlo. También la
atenta lectura de las propuestas de unos y otros, así como el genoma común
inducen a pensar que ha llegado la hora de dejar en el trastero las diferencias
que solo hacen tranquilizar a la derecha y a los poderes fácticos al fraccionar
una oferta sólida de izquierdas.
Esas diferencias son en su mayoría matices que el viento y el
raciocinio eliminan en pocos instantes, pero, ¡ay!, otras merecen un tratamiento
más escrupuloso y delicado, puesto que fácilmente se transforman en el ser
íntimo de unos y su diferenciación respecto a otros. Incluso las de esta
categoría pueden y deben ponerse encima de la mesa para ser tratadas
adecuadamente para evitar que, sin que se eliminen, entorpezcan.
Queda finalmente lo más humano y a menudo lo más difícil: el
tratamiento del ego personal o colectivo. Ahí, el llamamiento a la concordia es
difícil, dado que nunca se trata abiertamente del aquel “qué pasa conmigo” o
“qué pasa con nosotros”, sino que la médula está oculta bajo capas y capas de
otros asuntos.
Pero pese a ello, también hay que afrontarlo.
Solo se me ocurre el llamamiento a la responsabilidad colectiva
frente a una oportunidad política que abre horizontes y frente a una crisis que
tiene crucificadas a millones de personas por falta de trabajo, por el asalto a
sus viviendas y por el tratamiento culpabilizador de la derecha rancia. Por no
citar elementos fundamentales de la democracia y de los derechos humanos y
sociales bajo la persistente actividad de la tijera quirúrgica del
neoliberalismo y el autoritarismo de raíces tan fuertemente franquistas.
¿Puede servir un manifiesto para incentivar una unidad de acción
política de las izquierdas? La verdad es que no sé la respuesta, pero pienso
que en todo caso molestia no hace ninguna.
Para ello segmentaré el susodicho en dos partes, la presente y
la de la semana próxima.
Entonaré primero los principios que no aparecen en los
manifiestos programáticos de acción común: el programa, programa, programa. Me
refiero a las consideraciones que permitan sentarse, hablar y ponerse de
acuerdo.
En primer lugar, el reconocimiento de que la izquierda
es diversa es básico. La izquierda, mal que le pese a alguno, siempre
lo ha sido y siempre lo será. Está en su esencia que las apreciaciones sobre el
qué, el quién, el cómo y el cuándo políticos sean diferentes en grados variados
entre unos y otros. Incluso en los momentos de supremacía de una opción que
hemos vivido, nunca desapareció la alternativa (o las alternativas), a veces
recluida en espacios reducidos, pero siempre presente de un modo u otro y, a
menudo, relevante respecto a sectores sociológicos de peso. Esas alternativas
suelen anticipar causas que la hegemónico, monopolizada por el poder, no
acierta a ver con claridad.
Ese respeto al vecino de al lado no debe eliminar el debate
ideológico, histórico o social, pero siempre debe respetarse el matiz, si lo es
o la distancia, cuando esta existe. La razón política, sea histórica o
simplemente de oportunidad, nunca es única al estilo religioso, por ello cuando
va acompañada debería poder interpretar mejor y más acertadamente las
estrategias y las tácticas a aplicar. Ya el elector o el activista darán su
opinión al respecto sobre la distribución de influencia. Las organizaciones
(con mayor o menor estructura) deben entender que, además de mayor o menor
influencia, la confluencia de objetivos tiene mayor importancia.
En segundo lugar hay que colocar la aceptación de los mecanismos
de participación democráticos para conformar los liderajes, las listas
electorales y los programas, tanto para cada uno de los elementos, como
para la molécula resultante. Resalto que tampoco se trata de establecer
sistemas que se tornan inefectivos políticamente porque se ensimisman en el
debate. Se trata de acumular razones, fuerzas y proceder a la acción política,
no de crear un club inglés.
En tercer lugar, hay que colocar el reconocimiento de la
soberanía popular como eje de cualquier desarrollo político y social,
con los derechos humanos, sociales y políticos como
salvaguardas constitucionales y estabilizadores sociales y económicos.
Así las cosas que no alimentan pero que insuflan vida, dejo para
una reflexión común lo dicho y me emplazo a entregarles la continuación, al más
puro estilo de la novela del diecinueve. Por cierto, en donde empezó todo.
Lluís Casas sin exclusiva.