Lluis Casas
La tormenta mediática en la que los dioses olímpicos nos han situado deja poco margen para la reflexión pausada y el comentario responsable sobre cualquier asunto de público interés. Ni que decir tiene que el mundo de las propuestas posibles y razonables está ahora mismo a años luz y en dirección contraria a la nuestra, sea esta la que fuere. Para la tranquilidad, o no, del lector residente en Marte lo sitúo en las concretas coordenadas espacio-tiempo en las que escribo: Elecciones locales y autonómicas, fin de la tregua de ETA, tensión en los medios acerca de la política de seguridad en Catalunya, inestabilidad de las fuerzas políticas que gobiernan, ahora, en régimen de casi exclusividad en Catalunya, dudas respecto al calendario de las elecciones generales, el PP haciendo de la suyas y un largo etcétera a gusto del lector. La situación podría ser más que angustiante, pero una larga práctica en la tensión política nos la hace, si ello es posible, más llevadera, pero no por ello menos preocupante.
El síncope inicial se debe a un deseo de plasmar una cierta perplejidad causada por una realidad económica confortable y duradera y una coyuntura política permanentemente agitada. La suma de fuerzas, que en física mecánica determinan una resultante, aquí origina perplejidad en el público lector e incongruencia en el menos leído. Por lo tanto, ninguna resultante útil. En cualquier otro momento o en distinto patio de escuela, una situación de crecimiento del PIB como el de ahora debería corresponderse con tensiones políticas y sociales en torno a la distribución de la riqueza existente: más y mejor educación, extensión de los sistemas de protección social, mejora razonable de las infraestructuras, aligeramiento de las tensiones en la vivienda, búsqueda de nuevos modos de desarrollo (cuanta falta hace esta palabra y su significado) e impulso a las medidas medio ambientales. Imagino a los Sindicatos, en mayúsculas, pretendiendo recuperar una parte del PIB hacia los salarios, a los responsables del desarrollo regional exigiendo aportaciones crecientes a infraestructuras locales y regionales, a los actuales e inmediatos pensionistas a lo suyo, ¡qué ya está bien! Y a los empresarios, como no, a desarrollar programas de I+D que hagan mucho más eficaz la empresa, la verdadera productividad y la mejora de los productos. En fin, programas económicos y sociales. El debate en el crecimiento. Ello no se ha dado, o no se ha dado suficientemente. El schoc mediático-político paraliza los esfuerzos sociales que deberían impulsar esa necesaria renovación de prioridades.
Hago aquí un alto y anuncio mi sincera disconformidad con el valor del PIB como sustancia de la realidad económica, pero me atengo a ello ya que no distorsiona lo que vengo a decir a continuación.
El crecimiento económico consistente estos últimos años y con unas tasas cercanas al lujo (al menos en Europa) está generando altos beneficios empresariales (hoy leo que una empresa incrementa el beneficio en un 36%), mucha ocupación (se ha absorbido un impacto inmigratorio inmenso con una elegancia en los modos que reconforta los ánimos humanos), excedente presupuestario público (el efecto de la expansión de los ingresos y de una acentuada torpeza en cumplimentar los gastos, sobre todo en la inversión descarga las tensiones en el déficit y aparecemos como los campeones del superávit presupuestario), los números positivos en la SS son anuales y permiten ir creando un formidable fondo de reserva. Además los tipos de interés, a pesar de los paulatinos aumentos, siguen estando en una zona controlada (los hipotecados disculpen las molestias), la inflación diferencial con Europa parece tender a suavizarse y los fondos europeos aterrizaran en la pista cero controladamente (cosa que podía haber tenido un altísimo riesgo).
Con lo dicho, el tío Solbes ha de estar más que contento. Si la economía va con el viento en popa, la política debería estar tranquilizada. Pocos gobiernos sufren castigos y ametrallamientos cuando el bolsillo está agradecido. Pues parece que no es así. La idiosincrasia hispánica adolece de muchas peculiaridades y estamos en una de las más sangrantes. Razono que una falta de administración de la bonanza económica está en la base de la turbulenta agitación. Unos buenos beneficios adecuadamente distribuidos contentan y satisfacen a los accionistas. Acumular excelentes cuentas de resultados con cargo a reservas y sin proyectos inmediatos hace subir la inquietud del pequeño propietario. Me pregunto de forma forzosamente retórica si seria posible semejante emplaste agitador con la población contenta. Pienso que no.
Veamos lo que pienso que ha faltado. Podemos matizar el éxito económico descrito evidenciando algunos agujeros mal parcheados que intuyo en la base de la escasa solidez gubernamental.
En primer lugar y en honor a la verdad de su importancia cito los salarios. La pérdida de capacidad adquisitiva y de peso en el dichoso PIB es más que constatable y ello en plena incorporación femenina al trabajo y con incrementos de trabajadores inmigrados de dos dígitos. Añadiré además que los trabajadores públicos no compensan la inflación desde principios de los noventa. Probablemente en Catalunya, con una inflación superior a la media, la pérdida se acerca al 18% del salario. Un gobierno socialista no debería haber dado la espalda a substanciales mejoras del salario base, de la contratación laboral (soporte de los salarios menos que mínimos) y de sus funcionarios. Aunque fuese una política tímida, los signos en ese sentido son imprescindibles.
En segundo lugar, la economía permite afrontar mejoras consistentes en la financiación de las CCAA. Catalunya arrancó con el beneplácito presidencial, con previsiones de desarrollo legislativo y reglamentario fluidas y se encuentra en el aparcamiento, planta novena. Con Catalunya, todas las demás. ¡Ojo! La financiación autonómica no solo es cuestión de sentimiento emancipatorio, es ahora mayormente la financiación de los servicios públicos, prácticamente todos transferidos: sanidad, educación, etc. Algo más que fundamental para el bienestar de los ciudadanos.
Tercero, la inversión, planificada a cotas excelentes en cifras en los presupuestos está dormida y no se ejecuta, o se ejecuta con la lentitud del que no le importa. Añádase a esto la crisis de algunos servicios de inversión, como ferrocarriles, aeropuertos, etc. y tendrán ustedes una situación menos que buena. En este sector de las infraestructuras aparece un fantasma que había pasado casi desapercibido hasta ahora: la presión corporativa de los cuerpos de funcionarios (o grupoide ellos más bien) que no han entendido que todo fluye y todo cambia. Filosofía griega que nuestro venerable barbudo –el de Tréveris, naturalmente-- asimiló y doctoró. Incluyo en el apartado la escasa consistencia en algunos objetivos de inversión. No hay la atención necesaria sobre la red de ferrocarriles que nos conecten con Europa, ni la intensidad exigida para convertir en eficaz y en eje el transporte de mercancías. Como ejemplo mayestático cito un problema más que doméstico: el coste en todas las monedas posibles de imaginar de lo que sucede en los servicios ferroviarios en Barcelona es elevadísimo y las respuestas dignas del malogrado dúo Tip y Coll.
Cuarto, la tensión brutal de los precios especulativos de la vivienda. El juego entre riqueza aparente, el valor del piso, y el coste en términos de porcentaje del salario familiar, se torna mortal por momentos. Incluso manteniendo una agresiva expansión inmobiliaria, que soporta una buena parte del PIB, era posible suavizar el coste sobre el ciudadano trabajador o dependiente del salario. Además es una obligación moral y por lo tanto política.
Quinto y último. El sistema fiscal y su honorabilidad. La tendencia suicida a la reducción de la presión fiscal (mucho más leve que en el resto de Europa) hipoteca los programas de equiparación de servicios públicos con nuestros socios europeos. Añadiendo a ello la escasa eficacia de la acción contra la evasión fiscal, un cáncer crónico totalmente innecesario y fácil de combatir que mezclado con el mundo inmobiliario ha creado un monstruo que no nos podemos permitir.
Acabo, de momento.
Lluis Casas, más bien filósofo (desde Parapanda)