jueves, 13 de julio de 2006

SIGUE EL CULEBRON DE LA VIVIENDA


Lluis
Casas


Los atentos lectores (o miradores) digitales no se deben sorprender ya de que la vivienda me preocupe. Tres pruebas tienen de ello. Confidencialmente les diré que creo que tenemos uno de los mayores agujeros negros de la democracia española. Con una fuerza gravitatoria superior al infinito. Los físicos sabrán apreciar el verdadero valor del comentario.

No insistiré, de momento, en aspectos fiscales, que he tratado con mucha frivolidad en dos ocasiones anteriores. Tiempo habrá de seguir por ese camino, curiosidades no han de faltar. Tampoco me lanzo en pos de otros perfiles financieros, término que edulcora (con falso azúcar) el brutal negocio inmobiliario. También en este aspecto algo habrá que decir y sobre todo contar. Es, sin duda alguna, el núcleo duro del asunto.

Me inclino hoy por hacer una reflexión más sociológica: ¿por qué esta ansia por ser propietario? Me temo que como en otros muchos problemas sociales, hay una cierta explicación desde una perspectiva de comportamiento social y psicológico. El hecho tiene su relevancia. Con la habitual socarronería empresarial, muchos interesados en mantener el estatus suyo se refieren a la opción patrimonial en la vivienda como algo elegido libremente y que genera beneficios inagotables al poseedor. Y lo elevan a categoría social, como una característica racial, ya saben la selección siempre perderá, pero correr, correrá mucho. No creo que sea cierto, ni como delicada aproximación.

Me explico.

La vinculación entre el derecho a la vivienda (el añadido digna me parece una estupidez descriptiva) y la propiedad no es directa. La vivienda es un bien social de longeva durabilidad. Por una vivienda pueden pasar secuencialmente diversas familias o equivalentes (hace unos decenios pasaban a la vez, el realquilado, ¿recuerdan?). Ojo al parche: me refiero a la vivienda, no al suelo sobre la que se asienta. El suelo no tiene coste de desgaste y es permanente, si alguien no lo estropea nuclearmente. Los contables lo explican formidablemente bien cuando restan el valor del suelo a la amortización de un edificio. Incluso el IRPF lo hace así, lo que ya es el colmo de la tecnología legitimadora. Ello determina que no sea necesaria la propiedad directa de la vivienda para vivir en ella, sino solo es exigible un derecho de uso por un tiempo generacional. Dejo al margen los problemas de derechos de uso hereditarios, solemnemente molestos. La conclusión es obvia, el alquiler público o privado es el que se adapta mejor a esa circunstancia. De hecho así ha sido, en el ámbito urbano, durante siglos. Esta circunstancia histórica se rompió en torno a los años 70/80 cuando la ambición por poseer la propia vivienda fue consolidándose entre las clases populares y medias. La vivienda es un bien costoso y con períodos de amortización largos, de hecho podríamos considerar que abarcaría diversas generaciones, pero hoy el coste por ese efecto propietario recae totalmente sobre una sola generación (o una parte de ella). El esfuerzo que significa es brutal. Imaginemos que el coste de inversión de una infraestructura recayera solamente sobre los consumidores que la utilizan en un período de tiempo reducido (el 20% del real, por ejemplo). El resultado seria la imposibilidad de asumirla. Un hospital no deben pagarlo exclusivamente los usuarios de los primeros 4 años, es una barbaridad, no podrían asumirlo.

Pues bien, así ha sido. La tendencia se ha ido reforzando a medida que la vivienda ha escaseado y el precio se ha incrementado: si una hipoteca sobre el precio total de la vivienda representa el mismo o menor esfuerzo financiero que el coste de un alquiler, ¿qué razón hay para no adquirirla? Además si el “mercado” anuncia la posibilidad de revenderla con un beneficio inimaginable en cualquier otro sector económico, la tentación es irresistible. De tal modo ha sido así que un porcentaje elevadísimo de la renta familiar se ha dedicado a la compra de la vivienda, en detrimento de otros consumos vitales ( o no vitales, cada uno es muy libre de decidirlo). Con el señuelo del ahorro la dinámica está desencadenada.

Esas circunstancias hacen que las familias o equivalentes asuman costes externos de importancia, las distancias entre vivienda y trabajo en términos temporales y económicos, por ejemplo. No es baladí, no lo crean. Hoy en día la movilidad obligada, de esta forma han bautizado el fenómeno los técnicos en transporte, es un porcentaje elevadísimo de la totalidad de desplazamientos en la región metropolitana de Barcelona, a título de ejemplo conocido y con datos. La exigencia de transporte público y privado, en vehículos, redes de ferrocarril y autopistas, se transforma en un coste social y privado (al final todo es privado) de dimensiones galácticas. Una parte significativa de ese coste se debe sumar al de la vivienda en propiedad que imposibilita por falta de flexibilidad la aproximación al lugar de trabajo. Ya ven que ni imagino que el trabajo pueda estar cerca de la vivienda, que es la cosa más humana y adecuada. Han conseguido girarnos el modo de pensar.

Bien, llegados aquí podemos concluir lo siguiente:

La propensión intensa a la propiedad es un producto de la quiebra del concepto de vivienda como un bien social de largo recorrido, de la desaparición de las políticas de vivienda reales (no me refiero a las subvenciones y otras zarandajas que terminan en manos del promotor. ¡Dios que nombre tan indigno!) Al abandono por parte de las administraciones y poderes públicos, me refiero a la estructura política y representativa (partidos, parlamentos, plenos municipales) de la tutela de un territorio básico para la vida social. A la desaparición del parque público de viviendas, etc. etc.

¿Ven por donde voy?