“.... Para eso están las empresas. Han sido diseñadas para multiplicar el capital, lo que hacen carece de relevancia. Torpedos, alimentos, ropa, mobiliario, es todo lo mismo. Con ese propósito harán cualquier cosa para sobrevivir y prosperar. ¿Pueden ganar más dinero empleando esclavos? En tal caso, habrán de hacerlo. ¿Pueden aumentar los beneficios vendiendo ingenios que matan a otros? Pues tendrán que hacerlo. ¿Y si devastan los campos, asolan los bosques, desarraigan comunidades y envenenan los ríos? Están obligadas a hacerlo si de esa manera pueden incrementar sus beneficios. Una empresa es un imbécil moral, sin conciencia del bien y del mal. Las limitaciones han de venir del exterior, de leyes y costumbres que le prohíban hacer ciertas cosas que desaprobamos. Sin embargo se trata de una limitación que reduce los beneficios, razón por la cual todas las empresas siempre trataran de rebasar los límites de la legalidad, actuar libremente en su afán de sacar provecho. Esa es la única forma de que puedan sobrevivir, ya que los más poderosos devoraran a los más débiles. Y ya que ello es intrínsico al capital, que es salvaje, desea ser libre y rechaza todas las trabas que le son impuestas. …”
Lo que han leído no forma parte de ningún tratado marxista-leninista editado en los buenos tiempos en que Moscú era el centro del futuro, ni tan siquiera es producto de un reducto trotskista a la deriva en el mar de los condenados. Tampoco es una octavilla del joven Pepe Luís López Bulla cuando lideraba las Comisiones Guerreras. No señores, es de “La caída de John Stone” del escritor británico Iain Pears. Pag. 364-365.
Esta cita reproduce la conversación entre John Stone un industrial en vías de convertirse en financiero global y Cort, el futuro responsable de los servicios secretos británicos, unos años antes del cambio de siglo. La novela transcurre entre el último tercio del siglo XIX y los primeros años del siglo XX, justo para que se apunte y prepare la primera guerra mundial, aunque el relato, en una hábil maniobra del autor, se efectúe desde la distancia de los años cincuenta pasados. La distanciación es fundamental. No solo la cita anterior es interesante, la novela tiene en conjunto todos los elementos para disfrutar y aboca permanentemente a la comparación con el presente más inmediato.
Ya saben que suelo recomendar lecturas y que, a menudo, cito algunos trozos sueltos de ellas. En este caso, la atracción por ese texto fue inmediata y me impulsó a correr hacia la estantería en busca del tío Marx y del tío Engels para confirmar mis espontáneas sospechas, lo había copiado. Pues no, no es así. Pese al léxico, “La caída de John Stone” es sin embargo actual, de ahora mismo. La tienen en las librerías y, ya, en la biblioteca pública, a su disposición a cambio de un dinerillo o, simplemente, de una pequeña búsqueda en Internet.
Con la crisis, la literatura popular se está haciendo eco de nuevo de los problemas sociales, económicos e incluso de una mordaz crítica que había desaparecido en los últimos años. Me es indiferente si se trata de una novela histórica, una novela negra, un cuento moral o de un ensayo novelado o, al menos, de expresión accesible. Últimamente les he citado unos cuantos títulos y tengo otros a la espera de su lectura. Los autores no son militantes de la izquierda comunista o radicales representantes de la bohemia parisina ya fenecida. Simplemente aúnan inteligencia, habilidad y realismo (las virtudes que galanan nuestra universal Parapanda) en cuanto al mundo de la economía y de la política y utilizan los mimbres que proporciona esta crisis global para sus relatos. Los lectores no se sienten adoctrinados, pero si aleccionados.
El mito del buen capitalismo, basado en el respecto a la democracia, a la legalidad, a los derechos humanos, a la función social de la propiedad y otros muchos algoritmos conceptuales, siempre ha mantenido, más o menos oculta, su esencia depredadora. El texto de Iain Pears lo expresa con precisión de cirujano, sin cálculo moral, ni ocultismo alguno. Como quien lo explica es un inteligente capitalista para que lo entienda quien ha de defenderlo en el futuro no ha lugar para las hipocresías, ni decoraciones. Todo tal cual es. No es que el capitalismo nos haya ocultado totalmente esa base selvática de su alma. Simplemente durante años la ha desplazado a territorios alejados del núcleo occidental. Siempre hemos visto hambrunas, guerras, imperialismo, dictaduras bananeras y una enorme multitud de variantes. Pero no eran en casa.
Pero hoy, de nuevo, volvemos a tenerla presente y activa en nuestro domicilio. Incluso, diría yo, la presente crisis y la gestión que se está haciendo de ella reflejan días más lejanos de los de la revolución industrial del vapor y de los proletarios. Creo intuir algo del antiguo régimen, unas reminiscencias a la sociedad guillotinada en las calles de Paris que consideraba adecuado vivir esplendorosamente en medio de la pobreza absoluta.
Esos líderes políticos que se reúnen día si, día no, sin conseguir en más de dos años una propuesta coherente con las causas de la crisis y respetuosa con el entorno humano mayoritario, esos banqueros volcados a dominar el mundo y hacer y deshacer economías, finanzas y, puestos ya, continentes sin más proyecto que el más y más. Esos ejecutivos bancarios que frente a su absoluto fracaso se van, o no, a casa con bonificaciones astronómicas injustificadas y, posiblemente, ilegales. Esos preclaros miembros de consejos de administración de cualquier ente económico que se ven inmersos en maniobras dudosas (o simplemente extraordinariamente arriesgadas) que no dicen ni mu, simplemente firman el recibo de unos emolumentos mal ganados. Todos ellos son más parecidos al marques o a la duquesa y, si no, al conde que administraban sus enormes propiedades sin mayor preocupación que la salida de la Luna en cuarto creciente y sabedores que todo lo que poseían, todo lo que eran era producto de la voluntad divina y real. De modo que nada habían de temer ni respetar.
Las clases actuales que se benefician de una economía de tahúres parecen corresponderse con esos antiguos señores. La justicia poco llama a su puerta, y puestos a un tropezón son sabedores que nunca llegaran al suelo, al contrario, muchos de ellos se disparan hacia el cielo benedicto de los millones. Como antaño, la iglesia institución mira hacia donde no deba ver lo que ocurre, no sea que les falte la subvención millonaria y, además, es ocasión propicia para recolectar socios agraviados y de mente extraviada.
Si piensan que exagero, cosa perfectamente posible, simplemente lean lo que esos doctos líderes europeos dicen y hacen a causa de una propuesta (evidentemente interesada) de referéndum en Grecia. No quieren, les asusta la participación de los ciudadanos en las grandes decisiones. Mejor el pasteleo bruselense. Probablemente, el ciudadano griego, harto de ser objeto de burlas, desprecio y agravio, vote lo peor (no digo qué), pero si eso ocurre será porque tarde y mal le habrán dado la palabra y poco o nada ha participado del conocimiento verdadero de lo que ocurría y de las decisiones que se tomaban. Aunque, digo yo, ¿realmente los griegos votarán? La respuesta es no.
Sigan mi consejo y lean, pero salgamos a la calle en el sentido amplio y democrático de la palabra, no sea que nos pase como a ellos.
Don Lluis Casas hasta el gorro, a la espera de presentar su novela “Izos, rabizos y colipoterros del capitalismo-putiferio” (Editorial Mulhacén, 2011) en el Bar Raíz Cuadrada de Menos Uno en Parapanda.