jueves, 3 de abril de 2014

ESTADO DE EMERGENCIA

Imaginemos un país que es invadido por los marcianos con intenciones dudosas. La reacción de las autoridades frente a lo desconocido seria probablemente rápida e implicaría todos los estamentos y recursos movilizables para hacer frente a la supuesta amenaza. Incluso un presidente de gobierno como Rajoy, conocido por su estrategia de esperar y ver, movería cielo y tierra para enfrentar los hipotéticos peligros derivados de la llegada de los extraterrestres.

La situación imaginada, fruto de los films en blanco y negro de los años cincuenta, es como estos una forma alegórica de representar los peligros reales del momento. En esa época, fue la guerra fría y los “rusos”. Extraños seres que pretendían el poder total y representaban el mal absoluto. Hoy, y para nuestro país, los marcianos serían los substitutos del impacto del paro, de la finalización de las ayudas familiares, de las dificultades para enfrentar los gastos básicos para vivir. Sería, en fin, el imperio de la pobreza y del desánimo social mal repartido entre los ciudadanos.

Mi tesis es que en ambos casos, marcianos y crisis, es necesaria una política de emergencia que movilice todos los recursos de la sociedad y reparta ecuánimemente costes y ayudas para que la situación no termine en un estado roto en mil pedazos.

Incluso admitiendo que la economía está virando hacia una posible mejoría y que la creación de empleo empieza a despuntar levemente, nada nos aleja de la situación invasiva y peligrosa. La recuperación de un estado económico y social que permita una vida digna, con trabajo y recursos suficientes para la población está a años vista. Probablemente a más de una década, si hay suerte y políticas acertadas. Lo que resulta un tanto impreciso y dudoso en relación a mantener ahora esperanzas que han de tardar mucho.

No es necesario remachar lo dicho con estadísticas oficiales o de Cáritas, ni repasar las estadísticas del paro, de las familias despojadas de todo recursos, de los índices de problemas alimentarios, de los efectos sobre la población infantil y cincuenta derivadas más del inmenso recorte en ocupación, salarios y derechos sociales. Con lo dicho a modo de enunciado es más que suficiente.

¿Cómo puede decirse que lo destruido durante estos 6 años puede tardar en recomponerse parcialmente tanto tiempo más, se preguntaran algunos? La respuesta es múltiple.

En primer lugar, la crisis ha ido generando víctimas y acumulándolas en primer lugar en los fondos de ayuda, que una vez terminados las desplazan a situaciones fuera de ordenamiento social, laboral y económico. Se dejan de pagar hipotecas, alquileres, se acumulan familias en casa de alguno, se encomiendan a trabajos marginales de recogida de papel, hierro o lo que fura, se hacen chapuzas sin factura, se eliminan algunas comidas diarias o se visitan los supermercados a la hora de cerrar para obtener alimentos caducados. Se aglomeran las esperanzas diarias en comedores colectivos o en las APA que facilitan alimentación a los niños que no pueden pagar nada de nada.

En fin, es como hacer frente primero al desbordamiento de un río, cosa factible, pero después enfrentarse con la ruptura de la presa aguas abajo. Cosa que requiere de otros medios mucho más radicales.

Absorber el 25 % de parados durará una década, pero una parte importante de ellos ya no estarán en condiciones de trabajar, por la edad, por los efectos del paro de larga duración, por las crisis familiares y personales que han tenido que enfrentar o porque, simplemente, se han roto humanamente.

Rehacer las familias despojadas de vivienda, afectadas por el dolor de la falta de comida o cena para los hijos no es solo cuestión de tiempo y de oportunidades de trabajo que irán apareciendo poco a poco. Será, y lo es ya, otro tipo de problema con connotaciones psicológicas muy complejas.

El paro juvenil de ahora se habrá transformado en un paro adulto cronificado, sin casi experiencias laborales que impedirán el ingreso a la normalidad del trabajo en caso de haberlo.

La formación acumulada por los jóvenes estará oxidada por el largo periodo de frustración personal, con trabajos, en el mejor de los casos, de mínima retribución y de baja cualificación. O, más rudamente, por no haber tenido ninguna oportunidad. Dejo al margen aquellos que emprenden la vía de la emigración, con seguro o sin seguro, y que en algún momento querrán o deberán volver. Ese será un nuevo problema.

Si definiéramos la trayectoria de la crisis en un gráfico tendríamos una curva que incrementa sus efectos y que paulatinamente se reduce, si verdaderamente el país se sitúa en una fase de crecimiento. En cambio, si calibramos la cantidad de problemas sociales y económicos que se han ido acumulando, sin solución, durante el mismo tiempo tendríamos una curva consistentemente creciente hasta muy entrada la fase de nuevo crecimiento.

La síntesis es que al margen de esos brotes verdes tenemos delante una situación social que merece, aun y durante mucho tiempo, un estado de emergencia tan radical, sino más, que si los marcianos invadieran la tierra.

Esta exclamación sirve para poner en duda no solo la mala política económica del gobierno y de la troika, sino de su escasa capacidad de comprensión sobre el dolor, el sufrimiento y sus consecuencias a largo plazo que estas implican. De modo que no solo necesita el país una mejora de la economía, un descenso continuo del paro, sino una política social muy compleja que reduzca los costes a largo plazo de la crisis.

No me detengo en las consecuencias políticas sobre el sistema democrático, sobre la cohesión social básica y sobre las innumerables variables de todo orden que de ello se desprenden.

No aplicar medidas de estado de emergencia ha sido hasta ahora suicida, en el futuro podría ser mucho peor.

Las próximas elecciones europeas pueden ser una ocasión de rectificar.

Lluís Casas en estado de alarma.