Lo que les explico a continuación es el reflejo de la dura realidad que produce la necesidad de cuidar de nuestros ancianos en un contexto de escasa ayuda pública (a pesar del lento avance provisional de la ley de dependencia), las enormes necesidades de sobrevivencia que impulsan a la emigración y la dureza de la falta de papeles. También es una crónica de las debilidades humanas y su coste personal y social y, en definitiva, de la brutalidad con que en ocasiones hemos de actuar en la vida, aunque nos duela en lo más profundo.
El relato inmigratorio del PP y de los fascistas catalanes, además de basarse en mentiras y en la necesidad de utilizar un falso culpable externo para nuestras miserias, elimina el relato real de las vidas que se lanzan a una aventura ciertamente compleja y de resultados dudosos. Tampoco asume que la emigración ha sido para los pobres de este país una solución de vida durante siglos y aun hoy, de forma súbita, vuelve a plantearse como vía alternativa para nuestros jóvenes (en esta ocasión formados y muy bien formados) que no esperan la suerte laboral de un contracto que merezca tal nombre en su propio país. Para el PP y para los fascistas catalanes todo lo vinculado a la inmigración es de trazo grueso y eminentemente brutal. Ajenos, como son, a la humanidad.
Analía, nombre figurado para una persona real, es una inmigrante de 26 años, procedente de la dulce cintura de América (no entiendo aún cómo Pablo Neruda se tomó esa licencia poética para adjetivar un territorio de una dureza social extrema, tal vez se refería a la naturaleza y al carácter de sus habitantes, con ello lo excuso).
Analía es madre de tres hijos y la vida en su país era imposible. Se embarcó en la aventura española siguiendo el alud de noticias de otros compatriotas que, le decían, habían encontrado, si no El Dorado que los españoles buscaron en América, sí una forma de vida que permitía esperanzas. Esperanzas aquí, en España instalados definitivamente. O allí, de vuelta, con ahorros para empezar de nuevo con mejores perspectivas. Un pequeño negocio, una casa nueva motivan la vuelta y sus riesgos, junto con el reencuentro con los suyos.
Analía llegó ya en mal momento. Con la crisis española campando por el sector inmobiliario y afectando de forma intensa a la ocupación de los indígenas y de los llegados recientemente. Su destino, que ella ya intuía, era un trabajo clandestino por falta de papeles en regla en el ámbito doméstico. Cuidar ancianos, niños, o los trabajos domésticos vinculados a una familia de aquí. Lo que presuntamente ganaría sería el triple o el cuádruple de lo que dispondría en su país, en caso de tener trabajo. Así pues, su disposición era acumular recursos y volver con sus hijos. Analía necesitaba acreditar tres años de clandestinidad en nuestro país para su regularización y para el paso definitivo, un contrato de trabajo. Este, sin lo primero es cosa imposible.
¿Cómo ha de ser la vida allá en las Américas para lanzarse a esa aventura tan arriesgada? El abandono de los hijos ya es incomprensible para nosotros. ¿Cómo es posible dejar a tres niños y cruzar el Atlántico hacia un destino poco concreto? Pues bien, es posible porque la vida (o la simple sobrevivencia) lo exige y Analía sacrificó su maternidad por un cierto futuro que solo intuye.
La estancia en España no es cómoda para un extranjero pobre, no solo por la necesidad de buscar un trabajo cada día más escaso, sino por las condiciones de vida que el inmigrante debe asumir hasta la llegada de algún ingreso o cierto acomodo al lugar. Hacinamiento en pisos patera, falta de dinero, soledad abundante, lejanía cultural con el entorno, miedo al fracaso. La sola mención de esta pequeña lista nos alarma y deprime. ¿Seríamos acaso nosotros capaces de esa valentía?
Analía fue de trabajo en trabajo buscando una estabilidad que le permitiera satisfacer sus objetivos, enviar dinero a los suyos y encontrar un entorno doméstico familiar decente. Pero el tiempo fue pasando y su vida seguía a salto de mata.
Como sucede a menudo la suerte le llegó por fin casualmente y consiguió ser cuidadora de una anciana. La familia era compresiva con su situación y el trato resultó francamente familiar. La retribución incluso era mejor de lo imaginado. Trabajo, casa, comida, incluso un ordenador para comunicarse y entretenerse. Tenia un día libre y tiempo de descanso diario. Además el compromiso de un contrato en cuanto pudiera ser posible también estaba incluido. El futuro se despejó y la tranquilidad de espíritu, dentro de lo que cabe en su situación volvió. De hecho podía ahorrar prácticamente la totalidad de la retribución, no tenía gastos que asumir, excepto algún capricho o alguna necesidad elemental y el teléfono para traspasar el océano a menudo.
Pues bien, ahí la vida y las debilidades que todos tenemos jugarían un papel en su contra. El inmigrante no debe tener debilidades o de tenerlas las ha de llevar con inteligencia que resulta imposible en la práctica. Analía tenía debilidades. Es joven, necesitada de todo lo que los jóvenes desean, diversión, compañía, amor. Incluso alguna locura y algún exceso. Los jóvenes a veces se pasan. Está en su naturaleza.
Analía, por motivos que desconozco, pero que imagino, empezó a cambiar. Dejó de atender adecuadamente su trabajo, empezó a hacer salidas nocturnas furtivas, abandonando a la anciana durante horas, volvió en alguna ocasión en un lamentable estado etílico e incluso fue vista facilitando el acceso a algún individuo masculino al domicilio de la anciana y suyo propio. Finalmente fue detenida por la policía en una redada en una plaza en donde por las noches los jóvenes hacen lo que ya sabemos. Falta de papeles, fue conducida a comisaría. La anciana pasó toda la noche sola y Analía se enfrenta a la expulsión.
La familia, enseguida supo de esas idas y venidas. Ya se sabe, una escalera de vecinos no es precisamente un centro de discreción. La familia de acogida tampoco es precisamente de moral tradicional y entendía perfectamente lo que a Analía le pedía su juventud. Decidió ser tolerante y dar posibilidades de recuperar la confianza. Se habló, se comprendió y se dio un margen para la vuelta a cumplir adecuadamente con el trabajo.
No pudo ser, la fuerza que impelía a Analía a seguir con esa doble vida era superior a su comprensión de la situación. La familia de acogida no tuvo más remedio que el despido y su substitución. Cosa que no fue fácil para ellos porque todos entendieron en que situación quedaba Analía. Esa familia sintió, como Analía, la dureza de una vida arrancada de su origen y en plena soledad.
Así son las cosas. Al más puro estilo neorrealista de postguerra.
Lluis Casas
17/5/2011
El relato inmigratorio del PP y de los fascistas catalanes, además de basarse en mentiras y en la necesidad de utilizar un falso culpable externo para nuestras miserias, elimina el relato real de las vidas que se lanzan a una aventura ciertamente compleja y de resultados dudosos. Tampoco asume que la emigración ha sido para los pobres de este país una solución de vida durante siglos y aun hoy, de forma súbita, vuelve a plantearse como vía alternativa para nuestros jóvenes (en esta ocasión formados y muy bien formados) que no esperan la suerte laboral de un contracto que merezca tal nombre en su propio país. Para el PP y para los fascistas catalanes todo lo vinculado a la inmigración es de trazo grueso y eminentemente brutal. Ajenos, como son, a la humanidad.
Analía, nombre figurado para una persona real, es una inmigrante de 26 años, procedente de la dulce cintura de América (no entiendo aún cómo Pablo Neruda se tomó esa licencia poética para adjetivar un territorio de una dureza social extrema, tal vez se refería a la naturaleza y al carácter de sus habitantes, con ello lo excuso).
Analía es madre de tres hijos y la vida en su país era imposible. Se embarcó en la aventura española siguiendo el alud de noticias de otros compatriotas que, le decían, habían encontrado, si no El Dorado que los españoles buscaron en América, sí una forma de vida que permitía esperanzas. Esperanzas aquí, en España instalados definitivamente. O allí, de vuelta, con ahorros para empezar de nuevo con mejores perspectivas. Un pequeño negocio, una casa nueva motivan la vuelta y sus riesgos, junto con el reencuentro con los suyos.
Analía llegó ya en mal momento. Con la crisis española campando por el sector inmobiliario y afectando de forma intensa a la ocupación de los indígenas y de los llegados recientemente. Su destino, que ella ya intuía, era un trabajo clandestino por falta de papeles en regla en el ámbito doméstico. Cuidar ancianos, niños, o los trabajos domésticos vinculados a una familia de aquí. Lo que presuntamente ganaría sería el triple o el cuádruple de lo que dispondría en su país, en caso de tener trabajo. Así pues, su disposición era acumular recursos y volver con sus hijos. Analía necesitaba acreditar tres años de clandestinidad en nuestro país para su regularización y para el paso definitivo, un contrato de trabajo. Este, sin lo primero es cosa imposible.
¿Cómo ha de ser la vida allá en las Américas para lanzarse a esa aventura tan arriesgada? El abandono de los hijos ya es incomprensible para nosotros. ¿Cómo es posible dejar a tres niños y cruzar el Atlántico hacia un destino poco concreto? Pues bien, es posible porque la vida (o la simple sobrevivencia) lo exige y Analía sacrificó su maternidad por un cierto futuro que solo intuye.
La estancia en España no es cómoda para un extranjero pobre, no solo por la necesidad de buscar un trabajo cada día más escaso, sino por las condiciones de vida que el inmigrante debe asumir hasta la llegada de algún ingreso o cierto acomodo al lugar. Hacinamiento en pisos patera, falta de dinero, soledad abundante, lejanía cultural con el entorno, miedo al fracaso. La sola mención de esta pequeña lista nos alarma y deprime. ¿Seríamos acaso nosotros capaces de esa valentía?
Analía fue de trabajo en trabajo buscando una estabilidad que le permitiera satisfacer sus objetivos, enviar dinero a los suyos y encontrar un entorno doméstico familiar decente. Pero el tiempo fue pasando y su vida seguía a salto de mata.
Como sucede a menudo la suerte le llegó por fin casualmente y consiguió ser cuidadora de una anciana. La familia era compresiva con su situación y el trato resultó francamente familiar. La retribución incluso era mejor de lo imaginado. Trabajo, casa, comida, incluso un ordenador para comunicarse y entretenerse. Tenia un día libre y tiempo de descanso diario. Además el compromiso de un contrato en cuanto pudiera ser posible también estaba incluido. El futuro se despejó y la tranquilidad de espíritu, dentro de lo que cabe en su situación volvió. De hecho podía ahorrar prácticamente la totalidad de la retribución, no tenía gastos que asumir, excepto algún capricho o alguna necesidad elemental y el teléfono para traspasar el océano a menudo.
Pues bien, ahí la vida y las debilidades que todos tenemos jugarían un papel en su contra. El inmigrante no debe tener debilidades o de tenerlas las ha de llevar con inteligencia que resulta imposible en la práctica. Analía tenía debilidades. Es joven, necesitada de todo lo que los jóvenes desean, diversión, compañía, amor. Incluso alguna locura y algún exceso. Los jóvenes a veces se pasan. Está en su naturaleza.
Analía, por motivos que desconozco, pero que imagino, empezó a cambiar. Dejó de atender adecuadamente su trabajo, empezó a hacer salidas nocturnas furtivas, abandonando a la anciana durante horas, volvió en alguna ocasión en un lamentable estado etílico e incluso fue vista facilitando el acceso a algún individuo masculino al domicilio de la anciana y suyo propio. Finalmente fue detenida por la policía en una redada en una plaza en donde por las noches los jóvenes hacen lo que ya sabemos. Falta de papeles, fue conducida a comisaría. La anciana pasó toda la noche sola y Analía se enfrenta a la expulsión.
La familia, enseguida supo de esas idas y venidas. Ya se sabe, una escalera de vecinos no es precisamente un centro de discreción. La familia de acogida tampoco es precisamente de moral tradicional y entendía perfectamente lo que a Analía le pedía su juventud. Decidió ser tolerante y dar posibilidades de recuperar la confianza. Se habló, se comprendió y se dio un margen para la vuelta a cumplir adecuadamente con el trabajo.
No pudo ser, la fuerza que impelía a Analía a seguir con esa doble vida era superior a su comprensión de la situación. La familia de acogida no tuvo más remedio que el despido y su substitución. Cosa que no fue fácil para ellos porque todos entendieron en que situación quedaba Analía. Esa familia sintió, como Analía, la dureza de una vida arrancada de su origen y en plena soledad.
Así son las cosas. Al más puro estilo neorrealista de postguerra.
Lluis Casas
17/5/2011