jueves, 10 de septiembre de 2009

CUANDO GOBIERNA LA PRENSA ...





Estos últimos días, a raíz del reportaje de El País sobre la prostitución en la calle, hemos visto un modo de gobernar alternativo. No es una forma desconocida de gobierno, hay experiencias notorias de ello, pero esta semana pasada el asunto ha sido más que evidente. Incluso algunos pensamos que Montesquieu debería haber incluido, tout court, a la prensa como cuarto poder.


A partir del comentado reportaje, las administraciones se han puesto a disposición de la prensa y de los comentaristas oportunistas que la acompañan siempre, y ha emprendido acciones que sabe son absolutamente inútiles pasadas unas semanas. Hemos visto la acción policial coordinada, la presión sobre las muchachas del oficio y algunas detenciones. La zona afectada ha pasado a disfrutar de un idílico estado de buena esperanza, y otras zonas ciudadanas están recibiendo como regalo del cielo la llegada puntual y paulatina de mafias y obligadas meretrices. Junto a ellos, los consumidores de sexo, mayormente turistas de litrona desbravada (y otras garrulas características) están aprendiendo el recorrido hasta las nuevas instalaciones. Oferta y demanda que van de la mano. El mercado es ansí.


La acción policial, puntual geográficamente y aplastante en su aparato, es insostenible. Todos saben que esa acción durará lo que durará y otros asuntos se llevaran las legiones y a los legionarios a batallas distintas y a territorios diferentes hasta que la cosa dé una vuelta completa y otros la vuelvan a empezar. La calle quedará, como es normal, en manos de las patrullas de siempre y parcialmente libre para que vuelva quien quiera volver. Ahora bien, los que impulsan esas operaciones de circunstancias pretenden que el mundo cambie apretando el revólver y tienden a ocultarse a sí mismos, que eso es siempre un cambio momentáneo y que el revolver tiende a la cartuchera con muchísima fuerza.


Junto a la acción policial se ha desatado también el debate social y político en torno a esta antigua y oficialmente poco conocida actividad. Debate que solo aparece cuando caen chuzos de punta y desaparece por arte de magia en cuanto escampa o parece escampar.


Recuerdo con alguna precisión el capítulo anterior de la serie, con algunos protagonistas repetidos. Los repetidos son la prostitución más o menos callejera, en ese momento en la Ronda (pero con un colectivo femenino distinto eran muchachas provinentes por obligado cumplimiento de Rumania), otro periódico, en este caso La Vanguardia, que ignorante de su peculiar proceder como proxeneta publicitario (dado que tiene una sección de anuncios de prostitución en sus páginas), alzó la campaña bienpensante sobre la desaparición de la actividad, la detención de tutti quanti y las ordenanzas municipales, que habían de salvar, sino al orbe, sí a la urbe, de tamañas actividades desconocidas hasta ahora y sólo utilizadas por los incívicos de siempre.


El consistorio picó, igual que ahora, y la presión policial y demás hierbas del cóctel habitual se pusieron en marcha. El ayuntamiento obedeció la consigna y aprobó, con serias dificultades, las ordenanzas de marras que han servido para lo que han servido. Es decir para casi nada. Tal y como era de esperar. Un alcalde, antes un tal Clos, mundialmente conocido por su especial precisión lingüística al referirse a las meretrices como las prostiputas (sic), hoy ha sido substituido por otro alcalde, con mejores y distintas precisiones sintácticas, pero con el mismo miedo al verdadero escenario del problema. Siguen también ahí las distintas teorías que han de acabar con el mal asunto. Unos con la prohibición, al estilo de la ley seca de Chicago o de las drogas de ahora mismo. Propuesta tan digna como cualquier otra, si descontamos que así ni se acaba con la prostitución, ni se resuelve un problema humano y ciudadano. También de nuevo aparece la legalización y la creación de la zona roja en la ciudad. Propuesta más que digna también, pero carente de cualquier posibilidad de consenso social, dada la evidente imposibilidad de convencer al vecindario y a otros políticos para que convivan en esa zona roja.


En los substratos del debate hay, todo hay que decirlo, miedos ancestrales al sexo, a la libertad y un deseo absoluto de mantener una ciudad en un estado imposible, a saber: limpia de polvo y paja, con perdón. Cosa tan imposible como la existencia de los ángeles. Las ciudades, como las sociedades tienen de todo. Se muestra o se esconde, según y como van las cosas, pero pretender que una ciudad como Barcelona sea Zurich (o la mismísima Parapanda) a las 11 de la mañana, es absolutamente absurdo.


Para mi, que hay que aprender a convivir con lo uno y con lo otro. Pero, claro, eso a la prensa le duele por que no vende ni ejemplares diarios, ni influencia, ni nada de lo que ahora acostumbramos. Si tenemos zonas exclusivas para la banca, actividad mucho más sospechosa que la delincuencia menor o la prostitución callejera y en cambio perfectamente legal, ¿porque no hemos de tener manchitas rojas, que son en el fondo y al margen de la posible mafia, de una inocencia celestial: simple sexo y algún dinerillo?


Miren la hemeroteca y verán cómo esos gobernantes ocasionales que no pasan elecciones y no han de vivir con el AY en la boca día a día, nada dicen de la prostitución de lujo (las tarifas me dicen a 1000 euros la hora) y de la prostitución de clase media en pisitos discretos (excepto para el vecino de al lado) que se anuncian sin tapujos en La Vanguardia y El Periódico. Esos anuncios hablan de chinitas nuevas a estrenar, de cómodos plazos a través de la tarjeta y de las ofertas del día. Todo mucho más escandaloso para los mentecatos que las fotos en la Boquería de El País.


Lo dicho anteriormente, hipocresía pura de la prensa y de la política, aunque a esta ya se la conocía y acabará sufriendo y pagando.


Lluis Casas en plan filósofo griego, fracción estóica.