martes, 23 de septiembre de 2008

LOS MÁS MALOS DE ESTA CRISIS




En el articulo anterior, a propósito de la confluencia de intereses entre los gobiernos económicos de varios países y la banca en quiebra --unos para la salvación de su alma con dinero público del sistema financiero y otros por motivos de supervivencia básica personal-- me emplacé a explicar el por qué hemos de salvar al sistema financiero con las aportaciones económicas públicas y, en cambio, cuando de trata del submundo inmobiliario, el asunto tiene otro carácter. Hecho lo primero, quedé ahí comprometido para lo que sigue: noblesse oblige, que diría un refitolero. Doy por sentado que mi comentario anterior aclaró apropiadamente la primera cuestión y me lanzo exclusivamente a la yugular de los máximos especuladores de este mundo. Especuladores reiterados a pesar del paso de los años y de los múltiples tropiezos y percances ocurridos amparados en la flaca memoria de muchos mortales. Esta reiteración a olvidar viene de antiguo como lo demuestra la enseñanza de Maese Niccoló, afamado florentino, que dejó dicho: “que quien engaña siempre encontrará a quien se deje engañar” [El Príncipe, XVIII, 1].

La crisis actual ha irrumpido tras los muchos esfuerzos realizados entre unos tipos de interés muy bajos que permitían ofrecer vivienda a precios permanentemente al alza (en beneficio del promotor, no se olvide) con unos riesgos hipotecarios que carecían del cálculo de riesgo más elemental y unos mecanismos financieros de diseño que expulsaban al mercado internacional una deuda imposible de pagar en cuanto las condiciones iniciales empeorasen un poco. Y eso, efectivamente, ocurrió en los USA, la patria de la desregularización, de la ingeniería financiera y la albañilería contable.

La inflación de operaciones y el volumen de éstas exigieron intereses más altos que rompieron el esquema. Al mismo tiempo que la energía y los alimentos apoyaban el incremento de precios y la exigencia del alza de los tipos de interés, el esquema con el que trabajaban familias e inversores coyunturales (tipos bajos, estables y poco análisis de riesgo) que se habían aventurado a pedir crédito para sus compres inmobiliarias se rompió, y lo que era pagable se volvió imposible. Esa deuda, en principio dudosa, se repartió por los mercados mundiales y cuando se produjo la explosión financiera se montó el lío del siglo. Si yo tengo activos que no voy a cobrar y he recibido préstamos que tampoco puedo pagar, todos estamos en un buen lío. Fin. De los USA venimos y en Europa caemos.

Dejaremos atrás la descripción estadounidense y nos acercaremos a la vieja Europa donde el problema es distinto, pero con raíces parecidas. El empuje que en algunos países ha tenido el negocio inmobiliario, base de la crisis financiera y especialmente en aquel país situado en el lado oriental de la península ibérica, se ha basado en la reconversión de una importante superficie agrícola en suelo edificable para usos diversos. Esa reconversión transformaba un precio agrícola en un montón de dinero en 24 horas, con solo conseguir algunas firmas de munícipes poco ortodoxos y la tolerancia de determinados controles ambientales o urbanísticos. La falta de vivienda pública y de alquiler ha impulsado a las familias a invertir en una vivienda a precios de escándalo. Los inversores a pequeña escala, que se adhirieron al sistema de “invierta hoy, venda mañana y gane mucho”, añadieron leña al fuego. La promoción fue la reina de las ferias durante casi una década. Recuerden un promotor urbanístico se permitió el lujo de adquirir ENDESA.

Tan locos se volvieron con el dinero instantáneamente fácil que en pocos años hemos doblado la superficie edificada. Y todo al margen de las necesidades reales de la doliente población. El mercado de la inversión del ahorro y de la necesidad de vivienda mantuvieron unos años esa ficción de que todo era posible; ficción, insisto, basada en tipos de interés muy bajos y en la posibilidad de revender con beneficios. Es decir un negocio montado en una ficción. En cuanto la ficción se funde y aflora la realidad el negocio, no vale nada: para decirlo en la jerga de la ciudad de Parapanda es pura farfolla.

Explico ahora un pequeño detalle, olvidado demasiado a menudo en los comentarios. Una cosa es el sector inmobiliario, que genera oferta de suelo y de edificación; y, otra muy distinta, el sector de la construcción, la verdadera “fábrica” de viviendas. Este último trabaja bajo costes de competencia y es el responsable de la inmensa mayoría de los trabajadores implicados en el asunto. Ahora bien, si el primero se constipa, el segundo coge neumonía. Ese detalle tiene mucho sentido cuando afirmo que en esta situación de oferta excesiva de vivienda y de operaciones financieramente insostenibles hay que matar al microbio provocador, que no es otro que la operación inmobiliaria sin base de planificación territorial, sin demanda efectiva de uso y montada sobre la especulación de precios, aunque exhibiendo inescrupulosamente un buen fajo de billetes que parecen indicar algo apetitoso.

Pero como los efectos implican a la producción de viviendas hay que ser cuidadoso con el bisturí. Ningún daño hace perder buena parte de ese conglomerado de empresas compuestas de delincuentes recalcitrantemente habituales y de entidades con alguna seriedad. Estas últimas si han hecho honor a esa característica de seriedad sólo pasaran una ligera fiebre y perderán unos kilos. A los demás no los queremos, ni los necesitamos. No necesitamos una red de oficinas más extensa que las de las cajas de ahorro, una en cada esquina. Eso sólo se aguanta si el comprador paga márgenes descomunales. Según una reciente conversación con un alto directivo de una gran constructora, los costes reales de producción material de una vivienda de cualidad estarían en torno al 50% del precio al que se anuncia el la página de ofertas inmobiliarias. Otra cosa son las empresas constructoras. A las que hay que tratar de forma distinta. Las responsables de ese 50%, que tiene una enorme concreción: baldosas, cemento, persianas y trabajadores. En ese terreno, en donde se mueve la ocupación, la inmigración y toda la industria auxiliar, la administración debe poner mecanismos de reconversión y de digestión de la crisis.

La separación entre uno y otro, inmobiliario y constructor, puede y debe hacerse. En primer lugar las infraestructuras públicas pendientes son fuente de contratos para un sector de la construcción, la vivienda pública o la vivienda regulada y especialmente la de alquiler lo son para el resto. El abanico de posibilidades podría ampliarse a equipamientos públicos, urbanización y dignificación de nuestros pueblos y ciudades, obras de carácter diluido en el territorio y de capacidades flexibles para las empresas. Ahí, el sector público tiene un amplio abanico donde impulsar de nuevo el sector productivo. Yo, particularmente, estoy a la espera de esos programas, que, ¡oh casualidad!, responde a un carácter keynesiano, imprescindible para la salida de esta crisis.

¿Resuelve eso la crisis financiera internacional?: Ni mucho menos, pero ayudaría a la digestión de nuestra propia crisis, la que aportamos autónomamente con nuestro, con perdón, maldito sector inmobiliario.

Lluis Casas, mediador y consolador Solidaridad con los trabajadores peruanos e indonesios de la multinacional Nestlé.