jueves, 18 de septiembre de 2008

LA OPERACIÓN RESCATE EN LOS USA





Si algún comentarista económico se fija como objetivo dar diariamente al público su parecer sobre lo que acontece en el mundo de los intereses y de las cotizaciones --ni que sea atendiendo exclusivamente a lo más importante-- lo tiene crudo. Corre casi tantos riesgos en sus opiniones como los inversores en bolsa en sus inversiones que se han apalancado con acciones del sector financiero o del inmobiliario. Los sustos son de aúpa y las explicaciones del por qué parecen sacadas del baúl de los recuerdos de 1929. No se asusten, estamos, me parece, en el 2008.


Para hoy, el magnate de Parapanda, patrocinador de este medio digital, me ha pedido un comentario sobre la socialización de las pérdidas privadas que ha emprendido el gobierno estadounidense al hacerse con la propiedad de bancos quebrados: en jerga, el rescate. Horas después la noticia parecía un cuento de hadas frente a las nuevas quiebras que se anuncian, con cifras inconmensurables. Dinero anotado en los balances, que alguien dejará de poseer.


Si nos guiamos por lo que nos dicen los noticiarios, la situación está sorprendiendo permanentemente a los gobernadores de las economías occidentales. Nadie atina a establecer cuál es la dimensión del problema y cómo se debe responder a ello para romper con la dinámica de hoy peor que ayer, pero mejor que mañana. El oscurantismo de las entidades financieras frente a sus riesgos ha sido a lo largo de este último año un método para esconder responsabilidades privadas de los gestores que han impuesto mayores riesgos de los aceptables a sus entidades y que ahora proceden a repartir los costes entre todo el mundo mundial. Sólo eso merecería la cárcel sin piedad ninguna. Y, sin dudarlo, por varios cientos de años. Pero hay más, los reguladores de los mercados financieros, reguladores estatales y mundiales, públicos y privados, están apareciendo como los tontos del pueblo, tanto por el efecto de la ocultación de los hechos practicado por la banca, como por su inacción efectiva sobre este asunto.


¿Qué nos deparará para mañana ese ciclo diabólico de quiebras y percances? ¿A dónde llegará el escandaloso reflejo del aventurerismo financiero? Ni los economistas, una tribu especialmente pendenciera, sabe nada al respecto: ellos son los profetas del pasado. Tampoco los analistas que ahora han puesto de moda una aparente humildad: no lo sabemos, afirman desparpajadamente.


Preguntas cabales que no tienen respuesta atendiendo a lo que los bancos gubernamentales hacen y parece que saben. El gobierno de los USA, el terreno mejor abonado para la crisis, parece haber establecido una especie de tómbola para bancos y entidades financieras en quiebra. Algunos consiguen el premio de la salvación pública y otros no. Las voces procedentes del miedo y de la ideología ultraliberal se están desprendiendo de los últimos retazos del eslogan que tantos dividendos les ha dado: “lo privado es lo más guay y lo público es una caquita”, para pedir ahora solemnemente y sin ninguna vergüenza la llegada del capital público para su salvación. Entre nosostros, por ejemplo, ha causado sensación las palabras del presidente de la CEOE que viene a decir “congelemos por un tiempo el libre mercado”, aunque aclara que de lo que se trata es que Papá-Estado, ese padre putativo que todos tenemos, abra la chequera sin mirar a quién… siempre que sea empresario.


A parte de ese desvergonzado descaro ideológico con que se está produciendo ese fenómeno, y que se debe, sin ninguna duda, al ingrato placer de no encontrar nada en un bolsillo que horas antes andaba repleto (ya saben que don Carlos de Tréveris nos advirtió que la ideología se acomodaba a lo que el bolsillo del potentado demanda), una sensación que obliga a perder los modales, a renunciar a lo dicho y agarrarse a un clavo ardiendo; insisto, aparte de ese descaro, lo importante es que sí.


Efectivamente la economía pública debe intervenir, aportar fondos y garantías, tranquilizar los mercados financieros y proceder a la curación de los daños. El motivo es muy simple. Tan simple que da reparo decirlo: o el sistema financiero reemprende la vía de la normalidad, es decir, financiando a las empresas y a los particulares en sus proyectos económicos o la economía va a estrangularse a si misma, como una serpiente arrollada a su propio cuello. Por lo tanto, el devenir de las empresas y de los particulares en sus habituales negocios financieros, emprender una inversión, comprar un piso, etc. depende en gran medida de que ese sector alcance de nuevo la tranquilidad y los recursos para inyectar alegría al futuro inmediato.


Algunos de ustedes pensaran con toda la razón del mundo que lo dicho es de una desfachatez que asusta. Efectivamente así es. A pesar que el mundo financiero --mayormente privado y el mundo regulador de las finanzas, mayormente público-- han demostrado una estupidez inmensa y unas ansias de beneficio rápido inagotables, que han terminado en un revolcón de aúpa. A pesar de eso, digo, hay que salvar los muebles de la economía y para ello el sector público debe aportar sus recursos a la banca privada. La aportación debe hacerse con la prudencia adecuada para que el mismo estúpido que ha conseguido la quiebra no vuelva a estropear la función. Y así parece que lo están haciendo. Por una puerta entre el dinero público y por la de detrás se marchan los idiotas de turno (con toda probabilidad con los bolsillos repletos). Pero lo están haciendo selectivamente, lo cual tiene su lógica. Ahora bien, se trata de una lógica que tiene consecuencias nefastas para aquellos trabajadores de las empresas que no han sido rescatadas.


Ahora bien, si hasta aquí les he manifestado que comparto el fondo de lo que la Reserva Federal, el Banco de Inglaterra y el Banco de España están haciendo, también debo decirles que eso no es todo y que sin lo que falta, el acuerdo sólo es de principios.


Pienso que una vez aceptado que los fondos colectivos en manos de gobierno salvan el sistema financiero, ha de actuar la guardia civil y todos los demás cuerpos y escalas de la policía fiscal y financiera y —dado que estamos hablando de USA— es de cajón que la actuación de los “hombres de Harrelson” sería apropiada. Los responsables deben pagar públicamente por los errores cometidos y los desmanes programados; y una vez el sistema financiero recupere el aliento y la regularidad, los costes que ha sumido el conjunto de los contribuyentes deben cobrarse adecuadamente. Por lo tanto, lo comprado, cuando se venda, debe rehacer la hacienda pública que se ha sacrificado hoy.


Fíjense que hablo del sistema financiero, no de las empresas inmobiliarias, que es otro asunto probablemente más pudendo todavía. Y en ello me emplazo para la próxima entrega.


En todo caso, no me resisto a traer a colación la siguiente paradoja: en el país del ultraliberalismo más tonante, las autoridades han reaccionado de manera intervencionista, cuyos motivos ahora no interesan; pero en la Europa de nuestros dolores de barriga –y no exactamente neoliberal, es más con una tradición intervencionista, por ejemplo los gobiernos conservadores ingleses y franceses de los años cuarenta y cincuenta--, los gobernantes están a verlas venir.


Lo dicho: quedo emplazado para la próxima entrega.



Lluis Casas, reformista obligado.



Post scriptum. La empresa Nestlé (irrespetuosa con los derechos humanos) sigue sin responder a las demandas de los trabajadores del Perú e Indonesia.