Hoy toca, como le tocó a Julio César en su día, atravesar el río
Rubicón, el límite armado para todo general romano. Julio César fue en busca de
su verdad política por encima de principios casi nunca mancillados, yo lo hago,
mucho más cómodamente, en forma de confesión pública para mutuo conocimiento al
albur de una fecha que marca el destino de los laborantes de forma indeleble.
Unos pensando que la diosa Fortuna les ha sido favorable, otros sintiéndose
repentinamente estreñidos.
Llevo ya algunos años, podría ser que ya sumaran bastante más de
un quinquenio, dándoles la tabarra con artículos ahora sí, mañana también en
este medio en el que el debate, la ironía y la más que necesaria siesta se dan
la mano con alegría, sin perder por ello oportunidad, el sentido crítico y la
benevolencia democrática.
Por si les interesa saberlo, la historia menor del asunto empezó
cuando José Luis (Don José Luis López Bulla) me pidió una colaboración a
propósito de las enormidades urbanísticas que se producían en aquel entonces
por doquier, les hablo de mediados del 2005, cuando todavía, en palabras
presidenciales madrileñas, estábamos a la caza de Gran Bretaña y habíamos
superado a Italia con relativa comodidad. Éramos la estrella ascendente de la Champions del PIB.
Yo, en aquellos momentos tenía un cargo político en el primer
gobierno de izquierdas que gobernó Catalunya (de lo que estoy más que
orgulloso), cosa que exigía una cierta discreción en los menesteres de la
emisión de opinión urbi et orbi. Y todo y que me tentaba muy mucho escribir
sobre el asunto, el hecho de ser persona con ciertas dificultades para autocensurarse
en sus opiniones (en tales casos es preferible callar) y tanto como para
mantener mi libertad de expresión fuera del alcance de mi propia autocensura,
como para no complicar más la vida a un gobierno
ya muy aturullado por los medios de la derecha, se me ocurrió elegir un nombre
figurado para el affaire. Como dicen los franceses un “nom de plume” que me
permitiera ser y no ser, estar y desaparecer y, en definitiva, decir lo que
pensaba y sabía con las menos restricciones posibles. Siempre cumpliendo teutónicamente
con el deber del silencio por razón del cargo.
La elección del nombre alternativo y protector recayó en Lluís
Casas, apodado también don Lluís Casas por el maestro armero de este blog,
elevado a la condición de alcalde de Parapanda en ocasiones, a catedrático de la London School en otras y con el tiempo transformado
en fotógrafo aficionado con blog propio. Curiosamente y sin saberlo, el nombre
corresponde también a un, posiblemente, digno empresario inmobiliario.
La elección del nombre no puedo justificarla. Tal vez lo de
Casas estuviera relacionado con el segundo apellido de mi padre, es decir el
apellido de mi abuela (no quiero que se sienta menospreciada) o con el
contenido del primer artículo, el submundo urbanístico e inmobiliario. Vayan ustedes
a saber, ahora que uno ya no puede confiar en el Dr. Freud. Lo de Lluís todavía
resulta más oscuro e incomprensible. Ni siquiera es un nombre que hubiera
elegido para mi personalidad real de poderlo hacer y no tengo antecedentes que
puedan explicarlo. Ahí tienen el caso por si alguien quiere hacer una tesis.
El primer artículo que se publicó (que se transformaría en una
serie de cinco, si no me equivoco) se tituló “Catalunya, la Marbella difosa”. Lo escribí en catalán, la
lengua vehicular propia y trataba de la especulación urbanística en Catalunya y
de su peculiar forma de planteamiento: sin aspavientos, ni grandes fotos de
enormes promociones, pero con parecidas tendencias corrompidas e idéntica
destrucción del paisaje y del paisanaje, que daban por resultado tanto o más
dinero que en otras zonas e igual de mal repartido. Como años después se pudo
comprobar en Santa Coloma de Gramanet sin ir más lejos. Una forma de hacer
absolutamente “nostrada” en la que la aparente discreción esconde la misma
corrupción.
Don José Luis al recibirlo, me solicitó en aras de la
comprensión del lector latino americano, muy abundante en el blog, que los
hiciera en castellano. Una lengua más internacional e imperial que el lánguido
catalán.
Me lo pensé con mucho cuidado y no tomé la decisión en función
de la debida obediencia hasta que escribí el siguiente artículo ya en la lengua
de amanuense de Juan Marsé y Manolo Vázquez Montalbán a modo de prueba
sentimental con resultados como mínimo compresibles para los lectores y a costa
de esfuerzos tolerables.
Lo curioso del caso es que volver a la lengua que,
obligadamente, constituyó la base de mi formación escolar, cultural y académica fue un placer. Yo hablaba
en catalán en mi entorno familiar y vecinal desde siempre, pero en la escuela
todo se hacía por decreto franquista en castellano (sorprendentemente excepto
las clases de francés e inglés que se salvaron de la criba, probablemente por
desconocimiento patológico de los censores educativos del momento, que duró 40
años, nada menos), de modo y manera que mi capacidad de expresión escrita
estaba mucho más consolidada en la lengua adoptada por obligación que en la
adquirida por nacimiento.
Lo cierto era que, además e independientemente de mis lecturas
en cualquiera de los dos idiomas, hacía mucho tiempo que no utilizaba la pluma,
la máquina de escribir o el ordenador para hacerlo en castellano. Nada en mi
entorno me exigía a ello, el trabajo en la administración municipal o
autonómica fue siempre en catalán. El entorno próximo que exigía otro tipo de
escritura más de lo mismo. Así que terminé por disfrutar con la recuperación de
un mecanismo de comunicación escrita que había quedado en la reserva. Y
comprobé, sorprendido, que me espabilaba tal vez mejor con la escribanía
castellana. No hay rencor por ello.
Las derivas del tripartito en la segunda legislatura me
expulsaron del cargo al que me habían nombrado (una historia que tal vez
merezca en su día un largo comentario), pero en pocas semanas volvía a estar en
situación parecida, aunque en otro departamento del gobierno. Por lo que la
personalidad de Lluís Casas no se vio afectada, ni tampoco, claro está, su producción escrita.
La cosa debía terminar con el final, claramente previsto, de la
expulsión electoralde la izquierda del
gobierno. Cosa que a mí me afectaba solo parcialmente, puesto que he sido
funcionario de carrera, mediante oposiciones libres y adquirido el carácter de
autonómico mediante concurso. Esperaba pues una solución, obligada legalmente,
que configurara mis últimos años de ejercicio profesional con cierta decencia.
Como esa solución consistió en meterme en un despacho sin ventana y otorgarme
la categoría de altamente peligroso, he gozado durante casi dos años de
emolumentos muy altos (los derechos adquiridos que nadie podía eliminar) por un
trabajo inexistente. Eso sí, mi carácter centro europeo creado en base a mi
inicial licenciatura de ingeniería técnica, hizo que cumpliera a rajatabla los
horarios y el resto de las exigencias formales del cargo público, ofreciéndome
a trabajar en aquello que me correspondiera, pero no en otra cosa. Con
respuestas a mi iniciativa surgidas de la profunda sordera sectaria.
Por la cercanía del Rubicón existencial que tenemos a los 65
(los que conservamos el noble título de trabajadores en activo, cada vez más
restringido), me permití la licencia de seguir el eslogan, tan mal entendido,
de los liberales del diecinueve: “laissez faire, laissez passer, le monde va de
lui même”, o en versión más castiza: “para lo que me queda en el convento,…”
Tal vez fuese una decisión acomodaticia y poco militante, pero el abalanzarme
en la soledad contra enemigos tan conspicuos no lo he hecho nunca. Dejo el
suicidio para tiempos más exigentes. Todo llegará.
En esas circunstancias y, como por pura lógica debe entenderse,
aumentó el aspecto crítico de los artículos por lo que mantuve a don Lluís al
frente de la empresa y de la firma, aunque sin necesidad de refugios fiscales
en Suiza o en la isla de Mann.
Ahora que las circunstancias han dado el giro casi definitivo
con mi pase a la reserva, hasta la efemérides final (crucemos los dedos),
podría substituir al mentado don Lluís por el nombre verdadero del escribidor
y, por lo tanto, recibir los coscorrones correspondientes de los lectores en la
cabeza real y no en la imaginada.
Pero no va a ser así. Como tantas veces ocurre, el personaje
absorbe al autor y se hace con él. Don Lluís ha escrito tanto y durante tanto
tiempo que no me permite que lo substituya a riesgo de una cierta conflagración
que no estoy en condiciones de mantener. El tío se aprovecha de las
circunstancias y yo me doblego a ellas. Qué vamos a hacerle, siempre he sido un
reformista.
Pero de todos modos, con la habilidad que da la edad, la
experiencia y la miopía, hemos llegado a un acuerdo entre caballeros, un
“gentleman agreement”, como dirían más victorianamente los ingleses con el
carácter de que su incumplimiento pone en riesgo el honor y la vida.
El acuerdo es simple, y creo que, en definitiva, bastante cuerdo
y justo. Yo, por mi parte, podré comunicar a todos los lectores mi verdadera
identidad (aunque pienso que ya es conocida por muchos), pero continuaré con la
firma de siempre, que tanto agrada a don Lluís.
Una solución cómoda para todos y que clarifica al autor y a su
personaje.
Pues bien, ahí va la solución al enigma. Enigma que por otro
lado ha dado en generar conclusiones sorprendentes y que me alagan a más no
poder. Entre otras, alguien pensó que don Lluís era don Fabián Estapé (nacido
en Port Bou, al lado de mi residencia exterior en Colera), otros atribuían la
verdadera autoría a don José Luis, cosa que creo más razonable. En fin, yo me
hubiera alegrado de que me hubieran confundido con el Capitán Trueno o en su
caso, y puestos a elegir con Peter Strauss, afortunado acompañante de Candice
Bergen en el film “Soldado Azul” de Ralph Nelson. Nada de ello ha habido por
desgracia.
El que hoy firma es Enric Oltra i Querol, para servirles en todo
aquello que dispongan y que yo pueda alcanzar. Si a alguien no le consta el
conocimiento, puede dirigirse al Facebook o al Google, en donde tropezará con
las mismas piedras y personas con las que he tropezado yo a lo largo de mi
vida, puesto que no hay ningún secreto que valga la pena exponer o esconder.
Enric Oltra Querol es Lluís Casas, este un
tanto desmejorado después de la confesión del primero.