Hubo un
tiempo en que el negocio bancario exigía una seriedad absoluta en sus cuentas.
De hecho, su actividad se basaba en un intangible: la confianza que generaba en
los impositores y en los demandantes de crédito. No está muy lejano el día en
que todavía un papel firmado y rubricado en Gandia era oro contante y sonante
en Estambul. Y a la inversa. Tampoco era imprescindible pertenecer a la
cofradía del éxodo para enfrentar con éxito el mundo financiero. Ni siquiera la
religión o la distancia hacían temblar la estructura del negocio. Y ¡ay de
quien no cumpliera!
Los reyes
que inicuamente pedían y no devolvían se veían forzados a las marrullerías más
ocurrentes para que su “buen” nombre no quedara marcado y fuera ya imposible
embarcarse en expediciones e invasiones.
No es que
no hubieran burbujas financieras o simples desfalcos, pero eran francamente mal
vistas y de obligada renuncia al honor y a la vida, llegado el caso. En la
cercana Inglaterra del Imperio era habitual que los caballeros que no
cumpliesen con sus obligaciones de pago terminasen en la armada o en las
colonias en compañía de los ladrones de gallinas o de los cazadores furtivos.
Eso son
tiempos pasados que llegan hasta casi los años sesenta o setenta pasados, y son
ya solo un vago recuerdo. La tecnología financiera, la súper tecnología digital
y la globalización han transformado de tal modo el negocio financiero que no
hay quien lo pueda contrastar con lo que fue. Se mueven por el mundo tales
cantidades de dinero ficticio y a tal velocidad y rotación que resulta
imposible asegurar si tal negocio está basado o no en alguna realidad tangible
o es simplemente una pirámide
descomunal.
Hoy hemos
de partir de la constatación empírica de que los banqueros de ahora nunca dicen
la verdad, sea cual sea la circunstancia y, por ende, resulta harto dificultoso
hacer un análisis de lo que está sucediendo y de lo que debe o puede suceder
con el sistema (?) bancario español (o en otros). La antes llamada confianza es
ahora un papelito firmado por alguna de las tres o cuatro entidades mundiales
de acreditación que ofrecen al mercado financiero una especie de clasificación
liguera de empresas, bancos o países. Lo curioso del caso es que estas mismas
entidades, que son privadas, carecen absolutamente de control externo y siendo
así han sido pilladas, tarde, pero pilladas, en clara contradicción entre sus
certificados y la realidad más cruda. Y no porque no entendieran las cuentas a
certificar, sino porque en su negocio marginal está la especulación sobre esos
certificados.
La crisis,
de la que no hablaré (¿para qué?), ha generado un mundo financiero basado en la
partida de póker entre tahúres, que esconden cartas o las multiplican según y
como vaya el juego. Con una carga valorada en más de 300.000 millones de euros
en inversiones inmobiliarias el sistema financiero español ha sido un enfermo
casi terminal durante varios años y todavía hay dudas de que no siga siéndolo.
A raíz de tamaña deuda, se ha operado un cambio fundamental en la estructura
financiera, han desaparecido las cajas de ahorro, un elemento sin duda
singular, pero, curiosamente, una especie de propiedad colectiva. Esa parte de
las finanzas nacionales controlaba el 50% del negocio bancario y se había
especializado en los mercados de proximidad, en las pequeñas empresas, en el
cliente al por menor y en algunos casos en inversiones industriales o de
servicios públicos. Todo ello se ha ido al espacio sideral, que, como saben es
casi infinito y crece aceleradamente. Ha sido, utilizando palabras de cierta
rotundidad, una operación a la rusa, haciendo referencia al despojo que unos
directivos públicos hicieron al conjunto de ciudadanos ex soviéticos.
Por lo
demás, el número de entidades financieras nacionales se ha reducido de tal
manera que podemos afirmar que nos acercamos a una especie de oligopolio de
cuatro o cinco monstruos y un pequeño número de entidades menores. Bien es
cierto que el coste de intermediación en nuestra banca era excesivo. De hecho
teníamos más sucursales bancarias que panaderías y casi tantas como bares y
tabernas, con lo que supone en términos de comisiones, etc. Ahí, una
institución creada para velar por el buen orden, el buen nombre y la seguridad
de los impositores, el llamado Banco de España, ha jugado a fondo la operación
de “laissez faire, laissez passer”, que ha terminado con la deuda anteriormente
anunciada y la mayor destrucción bancaria que se haya tenido nunca. Una
estrategia al servicio del núcleo duro de la banca privada.
Estos días
tenemos en todas las portadas el ejemplo carismático de todo ello: Bankia. Una
entidad producto de la fusión de diferentes cajas bajo el predominio de Caja de
Madrid, transformada, como todas, en banco, controlada por la derecha
recalcitrante y con el ex director del Fondo Monetario Internacional, Rodrigo Rato,
cuyo curriculum vitae contiene cargos del tamaño de ministro de Economía con
Mr. Ánsar. Con estos elementos, un gobierno del mismo color del mencionado
Rato, se ve en la obligación de intervenir la institución y echar al cargo tan
querido (ya querríamos obtener una décima parte de lo que se llevará el
hombre). El motivo es que Bankia sigue sin presentar las cuentas fehacientes de
su situación y nadie sabe, hoy por hoy, el tamaño del estropicio. Y, recuerden,
que han pasado ya cuatro años del petardazo inmobiliario. Bankia acumula
pérdidas y por ende créditos que están por encima de los 30.000 millones de
euros, todo ello en forma de impagados y propiedades inmobiliarias de valor más
que dudoso.
El resultado
es que a pesar de las ayudas recibidas, Bankia está cayendo en el peor
precipicio que una banca pueda caer: la incapacidad de hacer frente a sus pagos
o a los requerimientos de los impositores.
Ustedes se
preguntaran que como es posible que el anterior gobierno y este presente hayan
dejado hacer mirando a otra parte durante tanto tiempo. Yo también me lo
pregunto. Y solo puedo responder que ha sido por una parte la política, por
otra el miedo a la realidad y en tercer lugar en la estúpida esperanza de que
dios exista y los ángeles también. Es decir, existen para ese negocio del
dinero, dejemos a parte las almas y su masa.
En el mundo
normal, el que no responde a la capacidad de poder e influencia de la banca,
una empresa cuando quiebra, quiebra y a dios muy buenas. Actúa el juzgado, la
policía si es el caso, hacienda, los abogados laboralistas y los notarios. Casi
nunca aparece un funcionario con unas cajas rellenas de millones para salvar lo
insalvable. Y esto nos parece normal y adecuado en tanto el sistema se basa en
arriesgar racionalmente y recoger el resultado, fuere el que fuere.
En el caso
de la banca, el poder público actúa de forma distinta. Ya hemos citado la
influencia y el poder, también hay que resaltar que la banca es como el sistema
circulatorio, si este falla es la muerte rápida y, por lo tanto, los gobiernos
tienden a mantener el flujo aunque sea a mínimos para no desfallecer al
instante. Otra cosa es si esa intervención de emergencia se hace a costa del
ciudadano contribuyente o a costa del inversor bancario y sus huestes
ejecutivas.
Todo parece
indicar que de un modo u otro en España está pagando el contribuyente casi
todo. En forma de ayudas crediticias, que se obtienen vía deuda pública y de
alternativas de gasto (recortes), en forma de ayudas de los fondos previstos
para contingencias, ya agotados y por ende sin posibilidad de hacer frente a
los derechos de los impositores que pudieran verse afectados y en forma de
ayudas tal cual. Como parece que podría ser en el caso de Bankia.
Después de
tanto rollo me dirán ustedes que podría hacerse, si es que hubiera alternativas
a lo ya hecho. Me atrevo a mencionar unas cuantas cosas que no agotan el
posible repertorio, pero que me parecen del más puro, y limpio en este caso,
En primer lugar,
toda entidad financiera con problemas que exigieran la intervención pública
debería pasar a control público, al manos mientras durasen las circunstancias.
Este control puede desplegarse de distintas formas en función de la dimensión
del problema y de las garantías procesales que la dirección y los accionistas
de la entidad aporten. La intervención da lugar inicialmente al conocimiento
absoluto de las cuentas y a los procedimientos para rehacer los balances. El
riesgo corre a cargo de la propiedad y el sector público apuntala a los
impositores para que estos no sean víctimas del mal hacer directivo.
En segundo
lugar, si son necesarias aportaciones de fondos públicos, de la forma que sea,
esto dará lugar a que el estado se siente en el consejo de administración, en
la dirección y en todos los organismos de gobierno y que participe con
capacidad de veto en la gestión. Obviamente si la ayuda es de tal dimensión que
suponga de facto una especia de nacionalización, el estado queda como único
propietario.
Tercero,
los beneficios obtenidos a partir de la intervención sufragarán en primer lugar
(después de las exigencias de los impositores) las aportaciones públicas, sin
repartir dividendo alguno.
Cuarto, la
reconversión de la banca, reducción de oficinas, personal, etc. se hará
manteniendo una dinámica de competencia en el mercado financiero, sin dejar que
se creen los oligopolios antes citados. Y, en todo caso, las afectaciones al
personal se harán en escrupulosa ley y con la negociación sindical.
Quinto, el
Banco de España se reconvertirá en una verdadera institución que vele por la
buena marcha de cada uno de los bancos y del conjunto del sistema, siendo
competente para conocer hasta el más mínimo detalle de la marcha del negocio.
El propio Banco de España se comprometerá a calificar los productos financieros
y todo el negocio bancario para hacer lo más transparente posible el mercado.
Sexto, las
responsabilidades en que incurran los directivos bancarios en su gestión serán
tratadas con extrema dureza y se prohibirá toda remuneración excesiva, no
justificada o devengada por operaciones de corto plazo.
Séptimo, el
gobierno y el Banco de España velarán para evitar burbujas financieras basadas
en el crédito excesivo y en la especulación de bienes.
Lluis
Casas, quedándose tan ancho.