Mientras la Sra. Canciller, doña Angelitas Merkel, impone restricciones y torturas a algunos países, mientras la calle lucha en vano por un puesto de trabajo con contrato fijo, remuneración adecuada y labor provechosa; mientras los servidores públicos de la salud y de la educación abren las puertas para que se conozca con los máximos detalles la fechoría impuesta por el gobierno, yo, abandono el terruño y me voy a Cai, la tacita de plata. .
Volveré, si no puedo impedirlo, el sábado de gloria y aquí me tendrán de nuevo dándoles la tabarra con una u otra cosa. Si tienen algo urgente que decirme, he dejado nota en el 112, el servicio de urgencias. Allí les darán señal. Pero no me llamen, como dice el jefe, ni a las horas de la siesta, ni a las otras, añado yo. No pienso contestar.
Para ultimar mi gustosa participación en este blog, antes de la huida de la semana santa, me he propuesto un asunto oscuro y, siempre, maltratado: lo que en el argot propio llamamos la función pública. Término más bien desanimoso para la mayoría. Yo he preferido siempre los términos anglosajones: trabajo público o servicio público (public work o public service), puesto que pienso que da mejor sentido al quehacer de las personas al servicio de los ciudadanos a través de las administraciones públicas.
Alguien definió al funcionario como una persona que había renunciado de por vida a enriquecerse, por mor de no ser nunca un pobre. Definición que se ajusta en parte a la realidad de las retribuciones públicas, en general menores que en el mundo empresarial moderno, aunque mucho más igualitarias y rígidas que en él. Por ejemplo es indiferente el sexo para el cargo y los emolumentos. Los funcionarios no recogen los incrementos salariales en épocas de vacas grasas y en general pierden poder adquisitivo cuando el asunto va mal. En todo caso, si hay suerte, la torpeza del político de turno permite arrancar uno o dos días más de vacaciones. Una parte de lo que pierde por rigidez frente a la coyuntura lo compensa a través de la carrera administrativa; es decir: el ascenso o el simple crecimiento de los servicios públicos y con el la consolidación de cierta parte de la retribución pase lo que pase después. Todos recogen los frutos de la antigüedad a través de los trienios y disfrutan del beneficio que da la exclusión del paro como patología laboral. Por el contrario tienen, a diferencia de la mayoría, terremotos programados cada 4 años, al menos, que producen un alto nivel de desequilibrio psíquico y no pocos disgustos profesionales.
De antiguo al funcionario público se le desacreditaba en razón a horarios de trabajo escasos, poca exigencia laboral y diversas prebendas absurdas. Era, en general, una función pública decimonónica dedicada a certificar, comprobar o dar con la porra o el cañón. Durante el siglo veinte, todo eso cambió y hoy encontramos miles de bienes y servicios proveídos por trabajadores públicos. En algunos países, no tan sorprendentemente como podría parece, los que mejor capean la crisis, el porcentaje del PIB es en un 50% provinente del sector público, una parte importante del cual del cual es la propia administración. En donde es más llana la explicación es en los tres ejes del estado del bienestar: la salud, la educación y los servicios sociales. Ellos tres, cuatro si añadimos a la policía, son no solo la base real de la actual función pública, sino el 80%-90% de los trabajadores reales que hay en ella. El resto pertenecen a un mundo distinto del que me voy a ocupar ahora.
No hace ninguna falta que acredite a qué me refiero con lo de recortes y ahorros del enunciado, el blog está lleno de autorizados comentarios al respecto. Por lo que me libero de mayores explicaciones y les evito reincidencias innecesarias (1).
Cuando les hablé, como confirmación de lo dicho por el jefe supremo, de los recortes sanitarios, les prometí algún comentario sobre el mundo abstracto de la administración propiamente dicha. No sobre los servicios públicos generales que están a la vista y al uso de todos, sino sobre el núcleo duro administrativo. Ese núcleo central, el “core organizativo” que dirían los modernos, que también está afectado por esa enfermedad infantil de la derecha que es la creencia mística en que lo privado es cojonudo y lo público un atajo de incompetentes.
La administración estrictu senso es un mundo casi subterráneo y no excesivamente extenso, aparece poco en las fotos. No hay inauguración que valga para él. Nadie brilla por su eficiente trabajo, aunque lo sea y el público en general ha terminado en la creencia de que es simplemente un chollo laboral. Nada más alejado de la realidad.
En primer lugar, debo dejar claro que la existencia del “funcionario” o trabajador público administrativo (hay componentes laborales también), se debe a las mismas necesidades que cualquier empresa exige. La gestión del personal, las compras, la aplicación de las normativas que afectan a cada uno, la administración económica y un etcétera tan largo o tan corto como quieran, pero ejemplarmente parecido a la Nestlé, por poner un ejemplo.
Pese a ello, la administración juega en un campo más difícil que el de la empresa privada, esto es, que la suya sea una normativa extraordinariamente compleja elaborada por los múltiples niveles políticos, europeos, españoles, catalanes o municipales y además interpretables y de obligado cumplimiento. Todas esas normas son aprobadas, al menos en su marco general, por las instancias máximas de cada administración: el parlamento, los plenarios municipales, etc. Es decir son normas políticas en las que los funcionarios solo tienen influencia en la medida que algunos participan de su redacción. Todas ellas acumulables.
Me permitirán una cierta licencia poética: los funcionarios, los trabajadores públicos y todas sus endemoniadas normas existen por que las han impuesto los parlamentos. Podría haber sido distinto, pero no ha sido así.
Esa normativa tan específica, que se aprueba en bien de la transparencia, para evitar la corrupción, y otros muchos grandes enunciados, produce un complejo y tortuoso camino de gestión. Y este, genera a su vez especialistas difícilmente readaptables a otro mundo distinto. Por ello existe una carrera administrativa pública específica, con atribución de unos niveles, complementos, concursos por plaza, etc. que convierten la estructura del funcionario en algo parecido a una escala militar.
De hecho, la existencia de esos especialistas, desde el economista, el abogado, al subalterno, evita que con los cambios de gobierno el caos sea total por la renovación de miles de personas. Efecto que podría comportar que cada uno ponga a los suyos (históricamente tenemos ejemplos hispánicos, incluso ilustrados en films que reflejan los turnos de conservadores y liberales e incluso actuales en los USA, en donde los cambios de gobierno son efectivamente transformaciones enormes de la administración). El funcionario, por el contrario y de acuerdo con la tradición francesa y alemana, mantiene una estabilidad que permite que cada cuatro años, los cambios políticos no se transformen en una enfermedad terminal para los miles de bienes y servicios que produce la administración moderna.
Pues bien, los recortes, al menos una parte ellos, se producen también en esos niveles que les explico: se eliminan cargos, se reestructuran organigramas, se agrupan servicios, etc. Y se anuncian a bombo y platillo. Los cambios son cosa natural en cualquier circunstancia en aras de la mejora organizativa, claro está. Pero, ¿eso es ahorro realmente? Tal vez lo fuera si apareciera una mejoría en los procesos, un aligeramiento de ellos, una mayor eficacia en las compras, etc. O, en fin, si fuera posible expulsar de la administración a los funcionarios afectados con cargo al paro.
Pero ello no es así. Los funcionarios no cotizan al paro, puesto que por ley “política” tienen el puesto de trabajo garantizado y por ley política su carrera profesional se consolida en forma de un salario muy poco móvil a la baja. Si un funcionario, después de muchos años de ejercicio, ha conseguido ser jefe de…, aunque su plaza desaparezca, su salario se reduce muy poco.
Con ello les estoy diciendo que con eliminar simplemente plazas directivas o profesionales de la administración no se ahorra, sino que se convierte en un gasto inútil de dos tipos, el primero por que se debe seguir pagando casi lo mismo al afectado y como se le remueve, hay que colocarlo en algún sitio, aunque suponga un solemne aburrimiento para el y un desperdició de conocimiento y experiencia. El segundo es la destrucción sin sentido de carreras profesionales, de personas que en general han acumulado experiencia y habilidad. Probablemente, haya casos que no son así, que responden al tipo jeta (como en cualquier organización por otro lado) pero les aseguro que no son abundantes y que, muy probablemente, nadie se fija en ellos en bien del ahorro.
Por ello, cuando alguien les dice “he ahorrado tanto por haber eliminado tantos servicios”, lo que les está diciendo es que es tonto de solemnidad o un mentiroso. Lie to mi. O bien, de lo que se trata es de algo que nunca es legal, es decir, deshacerse de cargos profesionales presuntamente relacionados, aunque sea por simple nombramiento (después de concursos y demás) o por contacto con las anteriores autoridades. Lo que se dice llanamente una purga. O simplemente por eliminar por razones ideológicas al borrar programas o servicios que no se ajustan a las creencias de los nuevos mandantes.
Lógicamente, un nuevo gobierno puede hacer cambios y rehacer estructuras, pero ello no conlleva grandes ahorros por ese simple hecho. El ahorro viene por la mejora en la eficiencia y en la agilidad del papeleo. Y no debiera ser motivo de falsa propaganda. Piensen por un momento la diferencia que existe en el caso que les contaré y que responde estrictamente a la realidad:
A finales del 2003 se produce en Cataluña un cambio de gobierno y la izquierda plural se lleva el gato al agua. En un determinado departamento, los tres nuevos cargos de máximo nivel reúnen a todos los profesionales con mando y a los sindicatos y los confirman a todos, por completo. La maquinaria no paró ni un solo instante y la relación entre políticos y administración siempre fue mucho más que correcta. Eso se hizo a sabiendas que entre esos profesionales había abundantes casos de vinculación, incluso orgánica, con los partidos del anterior gobierno. Pero se respetó el Estatuto del funcionario y ello permitió entrar en una fase de mejoras de organización consensuadas y sin conflictos graves. El ritmo del quehacer y su calidad se incrementaron significativamente. Y nadie tuvo que pasar ningún examen político. Se impuso coherentemente, que quien estaba valía y lo demostraría. Y así fue.
Pregunten hoy que se está cociendo en todos los departamentos y verán la diferencia.
(1) El autor hace alusión a una entrevista televisiva. La periodista habla de recortes; el presidente del Gobierno catalán le responde: Ni diga recortes, diga ahorro.
Lluis Casas. Esperando el vuelo a Sevilla.