sábado, 2 de abril de 2011

EL PESO DEL BALANCE






Lo que les quiero contar es más, mucho más viejo que el abuelo Matusalén, y no por ello los humanos debemos sentirnos ni reconfortados, ni orgullosos. Muy al contrario. Ya desde el descubrimiento de que unos pueden poseer más que otros, las cosas se torcieron y se habilitaron religiones, ideologías, notarios, abogados y la policía judicial para proveer de razones y argumentos a los que más tenían y en su caso capacidad de reacción. Después llegó un monje italiano que dio forma material al balance. Mucho después llegó para reforzar e incluso substituir parte de esos instrumentos de dominación (con relativos aspectos de organización roussonianos) los media, que no son más que un nuevo tipo de religión por cable. Con un éxito atroz y creciente como vemos, y una desvergüenza implacable. Para que no me digan que soy un propagandista puramente demagógico, excluiré todos aquellos profesionales de esos campos que han cumplido con el deber humano que les ha correspondido. Por cierto, muchos de ellos se dejaron cosas muy importantes por el camino por hacerlo. Incluso hoy en día lo advertimos citando un ejemplo que los media no consiguen esconder, el juez Garzón, y pondríamos en la lista más de un periodista también.




A lo que iba, si les cito el peso del balance lo hago como expresión sintética de lo que ha llegado a ser lo absoluto frente a todo lo demás, que es simplemente muy relativo en el mejor de los casos. Las cuentas del balance, expresadas en beneficios brutos, en porcentajes diversos y de forma comparativamente temporal son el único medidor completo de la vida global actual. La catástrofe de Japón lo demuestra fehacientemente a poco que rasquemos la realidad y leamos entre líneas o nos fijemos en las notas, discretas, a pie de página. No cito el asunto petrolero y libio por exceso de vergüenza, ni por descontado esos balances producto de la especulación alimentaria o farmacológica. Como ya se habrán fijado anteriormente los lectores, este su Lluis Casas, no es, en absoluto, un ferviente creyente en las bondades de la energía nuclear por fisión (la fusión ya se verá, si se ve), tampoco es, ese Lluis que les da la tabarra, persona que piense que hay que cerrar hoy e inmediatamente todas las centrales nucleares existentes (excepto claro está aquellas cuyos riesgos sean ya conmensurables y fehacientes). Sentados estos principios de equilibrio mental y político, les diré que acabaremos mal. No porque cuando escribo esto no conozcamos todavía si las centrales japonesas afectadas van a descender a los infiernos terrenales o no, Lo digo porque el peso del balance hará que ni con esas circunstancias podamos poner un cierto orden, un poco de garantía y una ligera inteligencia al uso, consumo y producción de la energía. En la piel de toro, si se me permite la expresión después de aquella prohibición, y más allá, hacia oriente y occidente.




El peso del balance hará que los costes se reduzcan al mínimo posible y que las reformas, las que fueran, se apliquen nada, poco o lo más imprescindible. Los beneficios empresariales y ahora las retribuciones de los ejecutivos y de los consejos de administración, en definitiva el peso del balance, que aporta generosas y, a veces, onerosas cifras a los citados (todo ello medido a veces con métodos un tanto sorprendentes) se han impuesto de tal manera en el sistema de dirección política, económica y social de nuestro mundo que la más pura irracionalidad campa por sus respetos, con la cabeza alta y el orgullo intacto. Y eso no solo en la empresa propiamente dicha, sino a un nivel tan general que afecta hasta a los piononos. Se valora lo que vales por cuanto se incrementan los beneficios, o sus expectativas (elemento con cuya definición precisa no me atrevo) y con ellas las cotizaciones en bolsa o en esos derivados modernos que generan tufos indudables. Todo ello ha ido sucediendo con la pérdida de muchas y variadas cosas enormemente valoradas y que se han quedado por el camino. Un hospital debe generar beneficios, así como una mutua (cosa que habría que discutir extensamente), pero pongamos que sea así. Ese resultado puede ser 1, 100 o 100.000. Hoy solo puede ser 100.000 a menos que podamos llegar a 1.000.000 y todo lo que entorpezca la llegada a esa meta es inadmisible y desaparece su verdadera importancia perdida en la inmensidad del balance.




Me parece obvio que una empresa busque beneficios y que si puede mejorarlos lo haga, pero esa aceptación tan realista no significa que en aras de esa magnificación de ganancias todo lo demás de vaya a hacer puñetas. La calidad, el servicio, el trato con los clientes, la seguridad, la responsabilidad, los precios adecuados, los trabajadores, el ordenamiento ambiental, el laboral, es decir, todo aquello que nos hace humanos tiene a mi parecer más importancia que los beneficios en si mismos, siempre que los haya y exista la posibilidad de generarlos (sino no habría empresa). El ejemplo puede extenderse al sector de los bienes públicos que no se gobiernan con la férrea exigencia del beneficio, pero si puede ocurrir que la otra cara de la moneda, la reducción de costes a cualquier precio, termine en lo mismo. Hoy lo vemos en España y, especialmente, en Catalunya. Pregunten a una mutua privada por una póliza de seguro si tienen más de 50 años, pregunten a los servicios sanitarios de esa mutua que hacer con su cáncer linfático. La respuesta será en muchas ocasiones lo más parecido a un chiste cruel. Todo por motivos basados en el peso del balance y por el escaso peso de la que vale realmente. No es solo la sanidad u otros muchos servicios sociales que se gestionan bajo la presión del balance o de la reducción de coste. Lo es y mucho más el mundo financiero, como vemos día a día, el mundo de los servicios básicos como el teléfono, la energía y casi todos los otros. Y con ello vamos, al mundo, o más bien, al submundo de la energía. Lugar especialmente adecuado para que el peso del balance se mida con gravedad 100 y no 9,8. Estos desgraciados días japoneses han caído en un momento propicio a la reflexión. Estábamos (o tal vez continuemos estando) frente a una ofensiva del sector productor de la energía de procedencia nuclear potentísima.




En un corto período se decide o no el alargamiento de la vida útil de muchas de las centrales existentes, la creación de otras nuevas y en el fondo la instalación en el pensamiento general a golpe de martillo que la energía nuclear es la única que nos permitirá vivir malgastando vatios como ahora y que eso de la energía renovable es una cosa de ilusionistas de barrio. Se insiste en que los riesgos de las centrales son exageraciones de desviados mentales, en la creencia mística en la capacidad técnica que obnubila la mente de muchos. Pero detrás, señores, hay poco de eso: hay, eso si, negocio por miles de millones de la moneda que quieran, añadan o no los ceros que deseen. Y es un negocio que garantiza miles de años de permanencia por causa de los residuos generados. No tanto por el estoc de material nuclear disponible en la Tierra (esa es otra). Si nos centramos en lo acaecido en Japón hay múltiples cosas que aprender: 1. En estos casos nunca se dice la verdad. 2. Las empresas privadas afectadas mienten siempre. 3. La tecnología siempre tiene fallos, directos o por efectos colaterales. Con los riesgos inmensos de lo nuclear, esos fallos impresionan. 4. Las previsiones respecto a los fenómenos naturales nunca son seguras. 5. En general, las empresas productoras evitan hacer lo que los comités de vigilancia les exigen o proponen. 6. En Japón un tribunal llegó a obligar a una parada de una central dado el poco caso que hacían a esas recomendaciones que hacían referencia precisamente a la previsión de movimientos sísmicos. 7. La vinculación entre intereses empresariales e instituciones nacionales o internacionales de regulación nuclear hace aguas y no es una broma de mal gusto. La cosa es una especie de repetición de lo que ocurre con el mundo financiero, con esas entidades privadas que califican como les viene por los cojo… la calidad económica de un país y lo obligan a pagar extras por su opinión. Opinión tantas veces infundada y tan a menudo generadora de beneficios espectaculares que uno, paranoico perdido, piensa que más que calificadoras son estafadoras. El problema es parecido, quien regula, supervisa, autoriza o cierra debe tener una honradez a prueba de bomba y eso ocurre pocas veces, simplemente porque la circulación de profesionales es libre y como demuestra el govern de Catalunya uno puede dirigir la patronal privada de hospitales para después dirigir la pública, sabiendo que a su final volverá al comienzo. ¿me entienden, no? 8. Cuando ocurren las desgracias no se les ve el pelo a los propietarios o grandes gestores de las empresas implicadas. ¿alguien ha visto al Sr. Tepco, o en su momento al Sr. Three Miles island o al señor Ascó, tan cercano (incluyo al Sr. Chernobil también)? Los que aparecen llevan mono de trabajo o máscaras antirradiación. Los primeros dan la cara, los segundos la vida. Pero los ejecutivos nunca dan nada. De nuevo la crisis financiera nos lo demuestra. Hoy en Japón, es el gobierno, los servicios públicos y los técnicos de base quienes se la juegan. 9. Los costes irán a parar al sector público, y nunca se integraran el balance final real del coste de la energía nuclear. Aplican el principio de la separación de costes y de la acumulación donde les conviene de los beneficios. 10.




En el colmo del pensamiento retorcido, alguien nos dice, no es hora de tomar medidas en caliente (bonita y expresiva frase de reactor), hay que hacerlo en frío, cuando ya nadie se acuerde de nada. Suena bien y clarito. 11. Las desgracias naturales, que arrastran a las desgracias tecnológicas tienen un don de la oportunidad, como ha comprobado en Sr. Zapatero que amplió la vida útil de Cofrentes el día antes de la catástrofe japonesa. 12. Pero no se lo pierdan, por que ahora se harán exhaustivos controles para evitar que se repita lo que ya ha ocurrido. Como si después del agua caída no esperáramos que se haga al más puro estilo del Banco de España con bancos y cajas.




Lluis Casas alumbrado con una vela.