Me perdonarán los lectores de tan estimable medio que en lo alto de la cresta de la crisis les plantee unas reflexiones que atienden al largo plazo y no al sálvese quien pueda más inmediato.
Pienso que es relevante que, de una vez por todas, una crisis cíclica se utilice en España para hacer el salto cualitativo y cuantitativo que la economía española necesita para huir definitivamente del turismo de masas, de la efímera construcción y de la coyuntura energética.
La entrada en la UE y en el sistema monetario del euro ha dejado a la política económica española sin los instrumentos tradicionales de ajuste periódico, las famosas devaluaciones que permitían hacer grandes saltos, pegarse un trompazo y volver a empezar. Hoy los ajustes con la economía internacional se hacen en base a otros parámetros más complejos: productividad y sectores de alto valor añadido. Es decir, que la economía ajusta sus déficits estructurales mediante el método de superarlos planificadamente, impulsando aquellos sectores económicos que le permitan mantener empleo y generar riqueza en competencia global. Hoy nos hemos dado cuenta (en realidad muchos ya lo sabíamos en Parapanda) que una economía dejada en manos de la evolución del mercado no seria en España una economía competitiva.
La deriva habitual del empresario español está en los sectores más tradicionales y enlaza con las expectativas especulativas que periódicamente se abren a toda economía que las tolera. Y España ha tolerado y tolera mucho. Pero no un consumo excesivo de sapos. El suelo y la urbanización se han llevado el gato al agua en reiteradas ocasiones y nunca ello ha permitido entrar con fuerza en las zonas de realce de la economía. En todo caso, la mejora ha sido contradictoria y débil estructuralmente. Un ejemplo lo sintetiza, ¿Cómo es posible que empresas de raíz inmobiliaria se permitan el lujo de adquirir sectores estratégicos como la energía?
Las grandes empresas españolas que cuentan en el mercado internacional son bien pocas y casi todas ellas provienen de la privatización de los sectores públicos. Privatización hecha con torpeza, por utilizar una palabra aparente y excesivamente neutra. La generación de otras empresas alternativas con peso internacional ha sido casi nula, alguna en el sector comercial y textil, en la construcción de obra pública de infraestructura, por poner algunos ejemplos.
Si elevamos la vista hacia la zona de la alta tecnología, el desamparo es insufriblemente mayor. Existir, existen nobles apuestas privadas o semiprivadas que generan empresas con serias propuestas tecnológicas: en el sector de la medicina somos interesantes, por ejemplo. Pero los ejemplos de ese buen hacer son aportaciones que no marcan ni el ritmo, ni la dimensión que esos sectores deberían tener hoy día.
Hay razones plausibles que explican ese desgraciado acento tradicional de la empresa española. No voy a hacer un relato de ellos, aunque si citaré el que creo más relevante: el sector público abandonó en los años setenta su papel de empresario y su papel de generador de empresas. Ese abandono, que tenía rezones de peso circunstanciales, se ha mantenido por encima de las necesidades que la economía generaba. Un país poco dado a la innovación y al riesgo calculado, siempre ha necesitado de impulsos públicos que suplieran las carencias de eso tan esotérico como es el mercado presunta y putativamente libre y la empresa privada. La falta de substitución, ni que sea temporal, de la poca energía y propuestas privadas por el sector público es, para mí, el factor más determinante de esa profunda debilidad de nuestra economía. No hago con ello un canto acrítico respecto a las empresas públicas: sé perfectamente los defectos que impulsaron esa privatización adjetivada. Esos defectos fueron excusa y moneda de cambio para eliminar del mapa una acción pública más matizada y positiva que era necesaria y posible. Un pequeño repaso al peso empresarial del sector público allende de los Pirineos, ofrecería un espectacular abanico de posibilidades alternativas. Sin ir más lejos, la propia Volkswagen es parcialmente pública y, qué duda cabe, genera raíces más profundas en el territorio de las que tiene nuestra SEAT, que está así en la tierra como en los cielos.
Hoy, en plena crisis de modelo de crecimiento, del que los lectores ya saben los calificativos, podemos volver a reproducir procesos anteriores: una gran preocupación por el paro, enormes esfuerzos financieros para cubrir, mal que bien, las necesidades básicas de los que no tienen trabajo, etc. etc. Esas son cosas que se deben hacer, faltaría más, y además hacerlas bien, incentivando el retorno al mercado laboral, generando formación que facilite esa integración con los instrumentos públicos necesarios. Pero no es lo más importante en términos de futuro. Alguien debería encargarse de olvidar lo duro que serán esos próximos años para pensar en el enfoque que conviene a la futura economía española. Y además de pensar, debería disponer de instrumentos financieros y políticos que le permitan crear el futuro. No creo que el Presidente se refiera a ello cuando citó hace pocos días la futura creación del ministerio de deportes.
Probablemente es más fácil saber lo que no debe ser que adivinar lo que ha de ser. Hoy es fácil afirmar que el sector del automóvil es en España un gran riesgo y que su futuro está más negro que el petróleo brent. La producción de automóviles nos ha mantenido con cierta dignidad durante muchos años, pero hoy es simplemente una fruta madura que huele con intensidad a pasado. La insistencia en salvar lo de hoy puede sacrificar el mañana. No estoy seguro que nuestro futuro industrial esté en la permanencia, cueste lo que cueste, de NISSAN. Por poner un ejemplo. En los últimos diez años, las empresas automovilísticas han recibido regalos de navidad a menudo, en aras de su permanencia y la no deslocalización. Efectivamente se ha logrado salvar esa permanencia, a coste de llegar al límite sin alternativas. No piensen que sea partidario de la expulsión empresarial y que no entienda e incluso acepte ayudas públicas. No es eso. Se trata que si solo se hace eso, uno come pero atado a la mesa, sin posibilidad de moverse cuando le haga falta.
Si cito el automóvil es por que soy consciente de lo que significa. Ha sido la base industrial que nos ha permitido mantener cientos de miles de puestos de trabajo y una exportación estratégica para nuestras cuentas internacionales nada finas. Ese reconocimiento no debe ser ciego al futuro. Y hemos de entender que probablemente ese sector nos conduzca por la senda de la tensión laboral permanente. Una lucha con países con bases demográficas inmensas y salarios relativos bajos.
Alguien podría preguntar, a modo de trampa inocente, si con el turismo, los automóviles y la especulación del suelo no hemos vivido bien y alcanzado a los diez primeros. Pregunta acertada donde las haya, que merece una respuesta equivalente. Héla aquí…
Efectivamente, un modelo de depredación territorial, turismo sin planificar y construcción destructiva, paralelo a la explotación de sectores industriales maduros, ha dado de comer a nuestra población y a muchos nuevos pobladores llegados en olor de salario en puestos de baja cualificación. Un crecimiento sostenido así durante bastantes años ha dado en coincidir con nuevas necesidades de atención familiar, de modo que los servicios también se han expandido con miles de puestos de trabajo de cuidadoras personales para ancianos y familias. Ahí se acaba el éxito. Se trataba de un éxito basado en que nada se moviera, ocurrencia imposible de acontecer. Y cuando se ha movido, lo ha hecho en plan terremoto.
Pudiera haber sido de otro modo, más despaciosamente, con menos tensión territorial, con mejor distribución de la renta, con menos lujo a plazos y con menos rentas salariales apropiadas por la hipoteca. También podría haberse producido una eclosión empresarial tecnológica y científica, así como profundas reformas en la universidad y en la formación profesional. Dependía de los gobiernos y de su enfoque como impulsores económicos. Prefirieron el libre mercado y hoy recogeremos las consecuencias. De aquellos aparentes polvos, con o sin orgasmos, vinieron estos barrizales.
Insisto en el comienzo: podemos sentar hoy en plena crisis, las bases de un modelo de desarrollo más sostenible, más distributivo, más productivo. Ciertamente así es, si creemos en ello y disponemos de los instrumentos adecuados. Lo que me remite al anterior artículo sobre el Plan anticrisis. El mejor plan anticrisis es un plan de nueva economía. También, y sobre todo, para salvar los puestos de trabajo de Nissan: los de hoy, mañana y pasado mañana.
Me gustaría oír a los sindicatos y a los empresarios, que los hay, que viven en la tierra. ¿Podemos esperar voces adecuadas a los renovadoramente críticos o a los críticamente renovados que salgan elegidos en Congresos habidos y por haver?
¿Nos ponemos a ello? Ya lo dijo Raimon: “tú ya me entiendes”. Bueno, exactamente dijo: “tu ja m’ entens, tu ja m’ entens, tu ja m’ entens”…
Lluis Casas, profeta
Pienso que es relevante que, de una vez por todas, una crisis cíclica se utilice en España para hacer el salto cualitativo y cuantitativo que la economía española necesita para huir definitivamente del turismo de masas, de la efímera construcción y de la coyuntura energética.
La entrada en la UE y en el sistema monetario del euro ha dejado a la política económica española sin los instrumentos tradicionales de ajuste periódico, las famosas devaluaciones que permitían hacer grandes saltos, pegarse un trompazo y volver a empezar. Hoy los ajustes con la economía internacional se hacen en base a otros parámetros más complejos: productividad y sectores de alto valor añadido. Es decir, que la economía ajusta sus déficits estructurales mediante el método de superarlos planificadamente, impulsando aquellos sectores económicos que le permitan mantener empleo y generar riqueza en competencia global. Hoy nos hemos dado cuenta (en realidad muchos ya lo sabíamos en Parapanda) que una economía dejada en manos de la evolución del mercado no seria en España una economía competitiva.
La deriva habitual del empresario español está en los sectores más tradicionales y enlaza con las expectativas especulativas que periódicamente se abren a toda economía que las tolera. Y España ha tolerado y tolera mucho. Pero no un consumo excesivo de sapos. El suelo y la urbanización se han llevado el gato al agua en reiteradas ocasiones y nunca ello ha permitido entrar con fuerza en las zonas de realce de la economía. En todo caso, la mejora ha sido contradictoria y débil estructuralmente. Un ejemplo lo sintetiza, ¿Cómo es posible que empresas de raíz inmobiliaria se permitan el lujo de adquirir sectores estratégicos como la energía?
Las grandes empresas españolas que cuentan en el mercado internacional son bien pocas y casi todas ellas provienen de la privatización de los sectores públicos. Privatización hecha con torpeza, por utilizar una palabra aparente y excesivamente neutra. La generación de otras empresas alternativas con peso internacional ha sido casi nula, alguna en el sector comercial y textil, en la construcción de obra pública de infraestructura, por poner algunos ejemplos.
Si elevamos la vista hacia la zona de la alta tecnología, el desamparo es insufriblemente mayor. Existir, existen nobles apuestas privadas o semiprivadas que generan empresas con serias propuestas tecnológicas: en el sector de la medicina somos interesantes, por ejemplo. Pero los ejemplos de ese buen hacer son aportaciones que no marcan ni el ritmo, ni la dimensión que esos sectores deberían tener hoy día.
Hay razones plausibles que explican ese desgraciado acento tradicional de la empresa española. No voy a hacer un relato de ellos, aunque si citaré el que creo más relevante: el sector público abandonó en los años setenta su papel de empresario y su papel de generador de empresas. Ese abandono, que tenía rezones de peso circunstanciales, se ha mantenido por encima de las necesidades que la economía generaba. Un país poco dado a la innovación y al riesgo calculado, siempre ha necesitado de impulsos públicos que suplieran las carencias de eso tan esotérico como es el mercado presunta y putativamente libre y la empresa privada. La falta de substitución, ni que sea temporal, de la poca energía y propuestas privadas por el sector público es, para mí, el factor más determinante de esa profunda debilidad de nuestra economía. No hago con ello un canto acrítico respecto a las empresas públicas: sé perfectamente los defectos que impulsaron esa privatización adjetivada. Esos defectos fueron excusa y moneda de cambio para eliminar del mapa una acción pública más matizada y positiva que era necesaria y posible. Un pequeño repaso al peso empresarial del sector público allende de los Pirineos, ofrecería un espectacular abanico de posibilidades alternativas. Sin ir más lejos, la propia Volkswagen es parcialmente pública y, qué duda cabe, genera raíces más profundas en el territorio de las que tiene nuestra SEAT, que está así en la tierra como en los cielos.
Hoy, en plena crisis de modelo de crecimiento, del que los lectores ya saben los calificativos, podemos volver a reproducir procesos anteriores: una gran preocupación por el paro, enormes esfuerzos financieros para cubrir, mal que bien, las necesidades básicas de los que no tienen trabajo, etc. etc. Esas son cosas que se deben hacer, faltaría más, y además hacerlas bien, incentivando el retorno al mercado laboral, generando formación que facilite esa integración con los instrumentos públicos necesarios. Pero no es lo más importante en términos de futuro. Alguien debería encargarse de olvidar lo duro que serán esos próximos años para pensar en el enfoque que conviene a la futura economía española. Y además de pensar, debería disponer de instrumentos financieros y políticos que le permitan crear el futuro. No creo que el Presidente se refiera a ello cuando citó hace pocos días la futura creación del ministerio de deportes.
Probablemente es más fácil saber lo que no debe ser que adivinar lo que ha de ser. Hoy es fácil afirmar que el sector del automóvil es en España un gran riesgo y que su futuro está más negro que el petróleo brent. La producción de automóviles nos ha mantenido con cierta dignidad durante muchos años, pero hoy es simplemente una fruta madura que huele con intensidad a pasado. La insistencia en salvar lo de hoy puede sacrificar el mañana. No estoy seguro que nuestro futuro industrial esté en la permanencia, cueste lo que cueste, de NISSAN. Por poner un ejemplo. En los últimos diez años, las empresas automovilísticas han recibido regalos de navidad a menudo, en aras de su permanencia y la no deslocalización. Efectivamente se ha logrado salvar esa permanencia, a coste de llegar al límite sin alternativas. No piensen que sea partidario de la expulsión empresarial y que no entienda e incluso acepte ayudas públicas. No es eso. Se trata que si solo se hace eso, uno come pero atado a la mesa, sin posibilidad de moverse cuando le haga falta.
Si cito el automóvil es por que soy consciente de lo que significa. Ha sido la base industrial que nos ha permitido mantener cientos de miles de puestos de trabajo y una exportación estratégica para nuestras cuentas internacionales nada finas. Ese reconocimiento no debe ser ciego al futuro. Y hemos de entender que probablemente ese sector nos conduzca por la senda de la tensión laboral permanente. Una lucha con países con bases demográficas inmensas y salarios relativos bajos.
Alguien podría preguntar, a modo de trampa inocente, si con el turismo, los automóviles y la especulación del suelo no hemos vivido bien y alcanzado a los diez primeros. Pregunta acertada donde las haya, que merece una respuesta equivalente. Héla aquí…
Efectivamente, un modelo de depredación territorial, turismo sin planificar y construcción destructiva, paralelo a la explotación de sectores industriales maduros, ha dado de comer a nuestra población y a muchos nuevos pobladores llegados en olor de salario en puestos de baja cualificación. Un crecimiento sostenido así durante bastantes años ha dado en coincidir con nuevas necesidades de atención familiar, de modo que los servicios también se han expandido con miles de puestos de trabajo de cuidadoras personales para ancianos y familias. Ahí se acaba el éxito. Se trataba de un éxito basado en que nada se moviera, ocurrencia imposible de acontecer. Y cuando se ha movido, lo ha hecho en plan terremoto.
Pudiera haber sido de otro modo, más despaciosamente, con menos tensión territorial, con mejor distribución de la renta, con menos lujo a plazos y con menos rentas salariales apropiadas por la hipoteca. También podría haberse producido una eclosión empresarial tecnológica y científica, así como profundas reformas en la universidad y en la formación profesional. Dependía de los gobiernos y de su enfoque como impulsores económicos. Prefirieron el libre mercado y hoy recogeremos las consecuencias. De aquellos aparentes polvos, con o sin orgasmos, vinieron estos barrizales.
Insisto en el comienzo: podemos sentar hoy en plena crisis, las bases de un modelo de desarrollo más sostenible, más distributivo, más productivo. Ciertamente así es, si creemos en ello y disponemos de los instrumentos adecuados. Lo que me remite al anterior artículo sobre el Plan anticrisis. El mejor plan anticrisis es un plan de nueva economía. También, y sobre todo, para salvar los puestos de trabajo de Nissan: los de hoy, mañana y pasado mañana.
Me gustaría oír a los sindicatos y a los empresarios, que los hay, que viven en la tierra. ¿Podemos esperar voces adecuadas a los renovadoramente críticos o a los críticamente renovados que salgan elegidos en Congresos habidos y por haver?
¿Nos ponemos a ello? Ya lo dijo Raimon: “tú ya me entiendes”. Bueno, exactamente dijo: “tu ja m’ entens, tu ja m’ entens, tu ja m’ entens”…
Lluis Casas, profeta