miércoles, 29 de junio de 2011

ESCLAVOS Y TRABAJADORES LIBRES




Las innumerables iniciativas gubernamentales y de las patronales que en España se impulsan en torno a la regulación laboral, a las retribuciones, a las pensiones, a la jornada de trabajo, a la representación sindical y a un largo etcétera que engloba todo lo que en los últimos cien años se ha conseguido como derechos básicos de los trabajadores están definiendo un nuevo paradigma de las relaciones sociales y de la propia sociedad.


El asunto está en pleno debate en muchos países y en la mayoría de las instituciones económicas y financieras de este mundo y, tal vez, del otro. En algunos casos el asunto está en aplicación parcial, incluidos, como no podía ser menos, los enfrentamientos y las controversias callejeros, con fuerza distinta allí o aquí. El mundo sindical europeo está en plena agitación, como es natural.


A raíz de les recomendaciones a España para su más que hipotética salida de la crisis, da la impresión que la batalla más dura para retroceder o no hacia los tiempos de la esclavitud se está dando en este rincón peninsular. Grecia a parte.


Los argumentos para el cambio de paradigma están basados en algunos aspectos medio ciertos y en una mayoría de falsas verdades. Básicamente en torno de los efímeros conceptos de productividad, competitividad y ajuste presupuestario. Conceptos que dada su fantástica volatilidad descriptiva pueden hacer referencia a esto y a lo contrario, como vemos diariamente en la prensa y en las declaraciones públicas de los lideres patronales o de los gobiernos.


Recuerdo un viejo film sobre la guerra civil norteamericana, en donde un empresario nordista le explica a un terrateniente del sur las enormes ventajas que supone un trabajador libre respecto al esclavo, le dice: terminada la jornada de doce horas, ninguna responsabilidad le queda al patrono. Ni la comida, ni la vivienda, ni la enfermedad, ni la escuela. Los gastos en estas materias corresponden al trabajador, si puede asumirlos, y, si no, a los gobiernos, a la iglesia o, en definitiva, al güisqui, aquí sería la cazalla o el coñá matarratas.


El esclavo es un esfuerzo permanente para el patrón, haya o no trabajo, llueva o haga sol. Sea la hora que sea. También recae en el patrón el gasto de manutención de la capacidad reproductiva del esclavo, hasta que esta pueda devolver, si es el caso, la inversión realizada. Y encima, el coste del control social y policial también le corresponde a el mediante el látigo, los perros y la persecución. El trabajador libre debe enfrentarse, en cambio, a los mercados y el resto de las plazas de abastos.


La historia nos cuenta la paulatina desaparición de la esclavitud y de los siervos de la gleba, una derivación cristiana medieval y la lenta primero y rapidísima expansión posterior del trabajo libre a la luz del racionalismo y del capitalismo. El esclavo y la aristocracia murieron a la vez, substituidos ambos por el empresario libre y el trabajador libre: más el primero que los segundos.


La lucha de los trabajadores por sus derechos recompuso unas estructuras sociales de protección que llegaron con el final de la segunda guerra mundial a lo que ahora llamamos, con mayor o menor propiedad, el estado del bienestar. El trabajo libre se efectúa bajo la protección sindical y de la normativa laboral, la vida se desarrolla bajo la cúpula de los servicios públicos sanitarios, escolares, sociales, etc. El trabajador y el empresario se relacionan en el marco del derecho, no en la soledad de la presión individualizada.


Todo ello ha ocurrido al tiempo que la capacidad técnica del trabajo se ha elevado continuamente. La productividad social crece con la protección social y con los derechos laborales. Sin ellos, el trabajo vuelve a ser masivo en mano de obra y menos tecnificado. Miren lo que ha ocurrido con el saldo migratorio español de los últimos años, se redujo la productividad global, en base a la expansión de los sectores intensivos en mano de obra. Y, ahora ¡oh, milagro! con la crisis, el paro y el retorno a sus países de origen de muchos inmigrantes, la productividad global ha crecido intensamente. Lo dicho, un concepto de lo más etéreo. Para más inri, los países de máximo desarrollo social, el norte de Europa, resisten las acometidas de la crisis y de la productividad competitiva a la baja en derechos y prestaciones. En cambio, los países de menor desarrollo social son enormemente sensibles a la crisis especulativa y a las variaciones extremas de la productividad.


En los últimos meses, España está crecimiento muy ligeramente y ello es como consecuencia de los sectores exportadores. Ahí tenemos una demostración fehaciente de que nuestra productividad no es tan mala, sino al contrario, es adecuada si el empresario opta por una producción tecnificada e imaginativa. Lo que ocurre es que la productividad, la competitividad están mal repartidas entre los distintos sectores económicos. Allí en donde el empresario invierte en tecnología, en organización, en salida al exterior, etc. estamos en buena posición de competencia. En donde el empresario va tirando en base a precios o a costes laborales, el asunto es chungo.


En definitiva, el ciclo del esclavismo al trabajador libre, al que se le van cercenando los derechos, y de éste al estado de bienestar y de protección sindical y social está siendo manipulado para que los costes sociales y salariales devenguen en que cada uno pague lo suyo, si es que puede. Si no, ahí estará la caridad. Una vuelta de tuerca que puede terminar pasada de rosca.


Ese es el primer frente, después hay otros, también sensiblemente afectados, los derechos políticos, los derechos humanos, por poner el ejemplo máximo. Es decir la democracia, ya sumamente envejecida, según la opinión (muy extendida) del todo Parapanda.