Estamos, afortunadamente España, en una democracia política formal. Con absoluta seguridad, muchas personas compartimos las inmensas insatisfacciones respecto a las múltiples insuficiencias formales y esenciales de esta democracia. Pero, pese a todo, ésta contiene los elementos suficientes como para sentirnos razonablemente complacidos por esta situación política. Sobre todo a la luz de los recuerdos no tan lejanos del franquismo.
Dicho eso hay que añadir que en otros ámbitos de la vida social e individual no cabe decir lo mismo. En primer lugar citaré, con el acuerdo ampliamente mayoritario de los parapandeses, el mundo de la economía. En esos asuntos todavía se ejerce la autoridad “ancien regime” y existen enormes zonas sociales en donde la dictadura es plena o, como mucho, preponderante. Dictadura que se ejerce al albur de los sentimientos y deseos de los que se consideran autoridad en razón a la simple propiedad de los títulos de acciones o de contratos de gestión. Bien es verdad que la legislación laboral ejerce una, cada vez menos, firme acción reguladora en beneficio de quienes están sujetos a la actividad económica, los trabajadores, pero no poseen títulos de propiedad. No solo está “eso”, sino que como consumidores tampoco estamos en donde debiéramos, véase simplemente el reciente caso de esa aerolínea de mal nombre y peor propietario, que ha dejado en el suelo personas, ilusiones y dinero. Claro, sin la más mínima acción de la benemérita. Simplemente con referirse al monopolio financiero, al poder semi absoluto de algunas empresas, a la inexistencia de contrapesos en el interior de la empresa, etc. está todo dicho. Y por ello lo dejo aquí.
Existe otro ámbito de características muy especiales en donde la democracia brilla por su ausencia, y como el anterior, ejerce una influencia indudable sobre la legislación que se pretende democrática y libre, laminándola y provocando un enorme desequilibrio en los derechos y deberes de los ciudadanos. Probablemente pocos se han puesto a pensar lo mediatizada que está nuestra democracia formal por la influencia religiosa. Y no solo por el indiscutible fenómeno católico, tanto en su versión orgánica, como mitológica, sino por el mismo espíritu genérico que casi toda religión ejerce: la imposición de usos, costumbres, formas de vida y recursos económicos en los que no rigen norma democrática ninguna, ni siquiera el mínimo respeto humano por el “otro”, el no creyente, el agnóstico o el simplemente ateo. Quienes hayan leído a Richard Dawkins entenderán perfectamente lo que digo; para los que no, les recomiendo su lectura, puesto que al margen de lo ya sabido, casi todo, es enormemente reconfortante verlo escrito en los términos contundentes con que lo hace el eminente biólogo. “El espejismo de Dios”.
Así como en el formalismo de los derechos, libertades y obligaciones que impone la democracia nadie puede imponerse a otro u obligar a otro sin mediar los elementos de garantía, en las creencias y en las organizaciones religiosas el asunto es muy otro. Ahí priman el poder más desnudo y las exigencias más estafadoras que se pueda imaginar. La religión provoca un continuo chantaje sobre la democracia y sobre la libertad individual. Estas deben hacer frente permanentemente a una influencia nacida del "non sens", de lo mítico sin prueba, del más extraño absurdo. Una democracia, como demostraron y aplicaron en sus inicios los padres de la patria americana a finales del XVIII es ajena a la religión, nada tiene que ver con ella. Los derechos y libertades que esta fija preservan a todos de la influencia de lo que no forma parte de la esencia democrática. Las creencias religiosas y otras de parecida constitución no deben invadir nunca el espacio social político.
En materia religiosa, y a pesar de la teología (que no es ciencia ninguna, sino simple especulación interna a cada creencia) es claro que estamos en un campo en donde ni la ciencia, ni la constatación empírica tienen nada que decir, por lo que la estructura política de la democracia debe estar ajena a ella, puesto que su fundamento es la razón y el acuerdo sobre derechos y libertades iguales para todos. Si uno cree, se aleja de la razón y por supuesto de la política si pretende estar en ella en base a la religión. Si uno cree, no debe impedir que otro que no crea deba comportarse de forma distinta a la que la ley democrática permite y eso es lo que ocurre cuando en el político prevalece su creencia o las indicaciones de quienes sin ser políticos ejercen influencia en ellos. La creencia es un campo puramente personal y en todo caso grupal, no se debe derivar de ella ninguna obligación para los que no creen o no creen en “eso”. Ni siquiera familiarmente, los hijos no debieran depender de la creencia paterna que impone una mentalidad y obliga, sin correspondencia libre, a quienes se están formando mentalmente. Eso de la libre elección de escuela, es, en el fondo, la libre violación de la mente naciente.
Por ello presumo que una de las debilidades de nuestro sistema democrático es el tratamiento preferente al creyente y a la estructura “militar” orgánica de cada religión. No digamos ya con respecto a la religión dicha nuestra, el catolicismo. ¡Qué estupidez! Ni la financiación religiosa es democrática, ni lo son los actos excluyentes públicos que se realizan en la calle, el espacio de todos. Ni lo es una especie de respeto reverencial hacia el hecho religioso distinto del que podamos tener respecto a otros fenómenos. ¿Por que Cristo si y no Júpiter o un frasco de perfume o simplemente el Barça como objeto mítico?
Un pensamiento político debe pugnar por las mayorías que le permitan acceder al ejercicio del poder y tiene que aceptar que el juego democrático implica opiniones políticas diversas y un respeto absoluto por ellas. Nadie en política, es decir, en democracia, amenaza con excomuniones por cosas que están en el pensamiento mítico de unos y no en el de otros.
El concepto de familia, el aborto, las costumbres sociales, la educación, el fin de la vida, y un largísimo etcétera deben regularse socialmente y políticamente al margen de las creencias religiosas. Allá cada cual en su determinación puramente personal, pero socialmente nadie debe ser obligado por lo que creen otros. Ni siquiera debería tener que soportar la presencia de una monja o un cura circulando en el hospital donde es atendido, si no lo ha pedido expresamente.
Una mirada a los periódicos nos indica diariamente como esa forma particular de entender la vida o una parte de ella quiere imponerse a todas las demás simplemente por que se reclama como la única verdadera. Es un sin sentido que provoca en un racionalista deseos que no quiero expresar. La democracia debe optar por eliminar las prácticas dictatoriales que tienden a identificar lo que uno piensa con lo que la sociedad debe hacer y que provienen de simples especulaciones sin posible base racional e, incluso, razonable. Ni cristianos de ningún tipo, ni musulmanes, ni judíos, ni etcétera tienen el monopolio de la verdad social, pueden creer lo que quieran o lo que les han obligado a creer familias y religiosos violando su propia libertad de pensamiento, pero nunca deben ejercer, ni se debe dejar que lo hagan, la influencia social y política. Por que lo que dicen que dijo Cristo y no qué dicen que dijo Mahoma. O por que no Visnú o cualquier otra creencia, no son razones democráticas. La democracia tiende a ser laminada simplemente por la influencia social de cada religión y por la deriva de que yo soy el único que sabe y además me lo ha dicho dios. Cosa que, obviamente, nadie puede demostrar.
La democracia es ajena a la religión. Absolutamente ajena. Tanto que solo debe permitir que cada uno, con respeto absoluto a los demás, haga la práctica religiosa que desee. Y nada más. La democracia no debe permitir la religión en ámbitos sociales generales, no en la escuela, etc. Ni debe financiar el más mínimo acto religioso.
Rouco Varela es un dictador. No respeta la democracia, ni a las personas que piensan de forma distinta a él, ni a las más mínimas formas de tolerancia social y política. Como tampoco lo hace un imán que define el mundo como un lugar en que los fieles deben prevalecer sobre los infieles al precio que sea.
Para la democracia no hay fieles, sino personas que asumen los derechos, obligaciones y las libertades democráticas y su funcionamiento jurídico. El resto corresponde al ámbito privado que, en todo caso, debe atenerse al respeto democrático de la ley. Por mi, el burka no debería aceptarse, ni, por supuesto, la sotana. Manifestaciones las dos de la supeditación de la libertad personal y de los propios derechos.