No crean que tenga intención de explicarles la receta de esta humilde y agradable forma de tomar el pan. Creo que, a estas alturas, pocos humanos desconocen al sur del Ródano esa técnica que alimenta el alma con una enorme simplicidad y que para acompañarla requiere tan pocos sacrificios, a la vez que se ofrece galantemente a una multitud de parejas de hecho. Desde el simple embutido, al huevo en sus múltiples formas, al queso a condición de marcar dureza, a los enlatados marinos o a inventos como el mismísimo chocolate. Creo recordar que en las Ramblas barcelonesas ha podido saborearse un helado al gusto. Adaptabilidad máxima y excelente economía. Una perífrasis del carácter supuesto de los catalanes de hecho o de adopción.
En realidad lo que quiero sugerirles es una reflexión que viene a cuento para calificar a un pueblo que considera tan bien el pan y tan relevante el tomate, pero que, en la práctica, acepta sin rechistar que el pan en general sea incomible y el tomate imposible de restregar. Con el aceite, afortunadamente, las cosas son distintas y es posible encontrar en cualquier parte una calidad adecuada, a un precio alto, eso si. Pero como el ingrediente es discrecional, un consumidor puede administrarlo con la prudencia que sus posibles exijan. No les comento nada de la sal, no sea que la presión arterial les suba, pero todo el mundo aceptará que no es un problema.
En fin, que el catalán tiene por identificación una forma de comer el pan y en realidad pocas veces lo hace adecuadamente, simplemente por falta de ingredientes adecuados. Un alma complicada a todos los efectos, como no podía ser de otra manera. Traducido, podríamos decir que los catalanes aceptamos la realidad con resignación y alevosía. Más o menos como los retrasos de Renfe.
Si un francés puede comer su baguette con toda tranquilidad en cualquier lugar del exágono, sin discusión alguna sobre la presentación, la calidad y la crujibilidad, ¿por qué a este lado de los Pirineos no obtenemos parecidas satisfacciones sobre esa humildad del pan? Tampoco los franceses han dejado de obtener calidad con sus quesos, que acompañan a la baguette a cualquier hora del día. En cambio nosotros no nos fiamos del tomate, que en apariencia es rojo y en realidad verde. Añado la sorpresa sobre su gusto, del que nos hemos olvidado por pura precaución frente a la añoranza.
No crean que eso sucede solamente con el pa amb tomàquet. Ocurre con muchos otros alimentos del cuerpo y del alma claramente autóctonos y con muchos más productos importantes que afectan a otras zonas del cuerpo. Les estoy hablando, claro, de algo más que de las garantías de los consumidores. Un asunto dejado de la mano de dios, excepción hecha de las fechorías estilo colza o zapatos chinos.
Ello viene a cuento puesto que nos dicen que somos la primera potencia cocinera del mundo, con estrellas Michelin para dar y repartir y con cocineros que son en realidad astrofísicos o neuroquímicos de alcurnia o incluso financieros de grandes botines en la costa norte. Un país con ese nivel gastronómico no puede tener el pan que tiene, ni el tomate que tan mal lo acompaña.
Desde el punto de vista económico las cosas también tienen importancia, como alimento básico, el pan es crucial y ya puestos mejor añadirle el tomate, la sal y el aceite para tener un buen accésit a la alimentación ideal y pasar el rato a la espera de plato más substancioso.
En el debate del Estatut, Estatut al que me adhiero con entusiasmo y paciencia, le falta el articulado del pa amb tomàquet, en el apartado de la identificación nacional y junto al derecho a la felicidad. Solo así los catalanes podríamos tener garantizado un producto simple y completo que nos mantiene contentos. Si lo dejamos en manos de otros, del mercado por ejemplo, aunque en el mercado haya muchos correligionarios, ya vemos que van mal dadas.
Lluis Casas con jamón y sin pa amb tomaquet