Es hora ya, como reza el motivo del cuento contado de Alí Babá de nuestra infancia, que al margen de la agobiante multitud de noticias sobre la crisis que por su volumen incontrolable y por sus muchas interferencias provocadas nos despista, centremos la mirada en ver cómo se desenvuelven los sectores más implicados en ella y comprendamos su funcionamiento y las distorsiones que los han llevado a la crisis; o, incluso, como es el caso de la vivienda, a provocarla.
Esa mirada sobre lo que es y cómo se comporta cada uno de los sectores económicos del país es importante para entender lo que nos depara el futuro y los que deciden, demasiadas veces, por nosotros. Creo relevante volver con el asunto de la vivienda pues tengo la certeza que en diversos niveles de los poderes reales de nuestro país piensan que el mundo inmobiliario, tal como lo ven ellos, puede volver a ser la locomotora de ese particular crecimiento hispano que hemos conocido en diversas ocasiones. El asunto es de aúpa, no crean, pues en el fondo esa posición mental y económica tiende a retrasar las medidas efectivas de modernización económica para seguir como siempre, ladrillo y plus valúa. Y eso ya ha dado de sí todo lo que cabía esperar y no ha sido nunca algo bueno.
Si han seguido ni siquiera alguno de mis comentarios a propósito de la vivienda, nada les vendrá de nuevo. Pero, incluso en este caso, creo que es menester recordar e insistir sobre algunas cosas de importancia para poder calibrar porque, cómo y quienes están detrás de estas fechorías pasadas que, creo yo, pugnan por volver.
La vivienda es un bien económico a todos los efectos (tiene coste, precio, ofrece un servicio, existe una demanda, etc.), pero lo es con unas muy peculiares características que lo hacen extraordinariamente distinto a la mayoría. Es obvio que no es un jamón (con o sin chorreras) o una cena bien acompañado. Su complejidad es mayor, aunque tal vez no la satisfacción inmediata que produce. Es un bien económico y también es un bien industrial en razón a los procesos de producción y a los efectos multiplicadores sobre un amplio abanico de subsectores. También, hay que resaltarlo, es un pozo sin fondo de creación de empleo: cada vez más precario y descualificado. Desde todos los puntos de vista parece que debería ser tratado como cualquier producto de mercado, oferta y demanda, beneficio, variaciones en el precio, etc.
Pues no, señores y señoras, el asunto no va así. La vivienda es en primer lugar una necesidad social, al igual (o más) que las residencias de la tercera edad, el transporte público, las carreteras o el abastecimiento de agua. En razón a su necesidad humana ineludible y perentoria, la administración debe atender a su demanda para evitar que queden al margen de su disfrute/necesidad amplios colectivos sociales en razón a su precio o a su oferta. Eso es así incluso con razones constitucionales, pues en la Constitución se señala esa peculiaridad de necesidad social. La vivienda debe ser un producto público o en todo caso un bien regulado que permita un acceso equitativo para todos. Y eso, amigos míos –y también, amigas mías--, no es un mercado. La vivienda, además, tiene efectos intensos en el consumo de tiempo, en el gasto energético y en la vida cultural y familiar en razón a la facilidad (o no) de reducir los desplazamientos entre trabajo y residencia. No crean que eso sea moco de pavo. Los costes sociales de la enorme dilapidación de tiempo y servicios podrían ser utilizados mucho mejor en beneficio de todos, si la oferta de vivienda atendiera adecuadamente a ese factor de acercamiento prudente entre los dos polos de la vida, el trabajo y la residencia.
La vivienda tampoco es un producto económico normal por las especiales características de su coste y durabilidad. Una vivienda tiene una larguísima vida útil y un coste muy elevado en relación a las rentas normales, por lo que es más efectiva la consideración de bien de inversión que el de puro consumo. Como también es peculiar que el suelo, sobre el que se asienta, no desmerece con el paso del tiempo, no es amortizable puesto que no se desgasta. Con todo lo cual, parece lógico que ese bien de inversión deba ser usado como un bien prestado por un tiempo acordado. Es decir, un alquiler. De esta forma, el bien puede ser usado reiteradas veces en un ciclo de vida muy largo, que es la forma más razonable y económica de utilizarlo dado su coste. Cosa que comprobamos en cuanto salimos a Europa, donde las administraciones gestionan más de un tercio del parque de la vivienda y son generadoras de oferta permanente de vivienda en alquiler. Ese es parte del enfoque de la vivienda como bien social.
Existen otras características que lo hacen muy deseado sin atender al uso. Como bien de inversión que es, puede generar beneficios tanto a largo, como a corto plazo, por su uso o por su venta, pero también y especialmente, por ser un instrumento especulativo de primer orden. Esa es una característica muy propia del sector. El proceso de producción de la vivienda pasa por diversos estadios. El primero de los cuales es la generación de suelo edificable, esto es, disponer de suelo calificado como tal y dotarlo de todos los adjetivos necesarios, servicios públicos principalmente. Esa fase es la principal generadora de especulación y por ende de corrupción. Ahí está el momento en donde un 1 se convierte en 100 o en 1.000 con extrema facilidad, si el sistema fiscal y las ordenanzas urbanísticas lo permiten. Un terreno agrícola puede generar plus valúas inmensas en poco más de días.
El siguiente paso es un proceso de producción muy estandarizado, en donde los costes son perfectamente de mercado, simplemente afectado por la variación de la demanda y de los precios energéticos, de transporte, salariales, etc. En esta fase, lo que denominamos especulación es mucho menor, por no decir inexistente.
La fase especulativa se basa en una contradicción. La vivienda, aparte de su coste de producción, puede tener un coste suplementario en honor a su ubicación. No es lo mismo una vivienda en pleno desierto que en la plaza de Catalunya. Ahora bien, el promotor de la vivienda, si bien es el responsable de su producción, no lo es de su ubicación. La centralidad urbana, el acceso a los servicios públicos, el espíritu ciudadano de ciertas zonas lo aporta la sociedad colectivamente (y muy a menudo en forma de inversión pública), no el propietario o promotor de la vivienda. Ese valor complementario, si se plasma en un incremento del precio, debe revertir íntegramente a la sociedad, para eso están diseñados los impuestos específicos. Por otro lado, el valor generado con la transformación de suelo tampoco se debe al hacer productivo del promotor. El suelo como base urbana lo es en tanto que es un bien social. Es la administración la que crea suelo urbano y el presunto aumento de coste de ese cambio, si existe, es a la administración a quien debe pagarse. También ahí hay medidas y mecanismos fiscales previstos. De lo que se deduce, que a parte del coste de producción de la vivienda, los añadidos que la coyuntura especulativa acumula podrían ser apropiados (y por ende eliminados) por el sistema fiscal, como recaudador de lo que es colectivo.
De todo ello se deduce que el incremento de precios de la vivienda, al menos de la vivienda vinculada a la necesidad básica, motivados por cuestiones externas al coste estricto de su producción, a la variación de precios normal y a circunstancias temporales de largo recorrido, debe eliminarse por la vía fiscal y situarse en el ámbito normalizado de un producto como otros. De forma que esas expectativas de enriquecimiento desmedido a costa de otros desaparezcan.
Además, en determinadas circunstancias, como las que recientemente hemos vivido, la vivienda es refugio y palanca del enriquecimiento a través de las expectativas de incremento del precio creadas artificialmente. El refugio de capitales que no encuentran acomodo en los sectores que exigen capacidad, discernimiento y dedicación, vuelca sobre ese bien estable y poco desgastable una presión financiera enorme. Aliado a tipos de interés bajos, el conjunto se convierte en una bomba de relojería con hora indeterminada pero de explosión cierta.
Hago un alto y aclaro que no hablamos de las viviendas de lujo, de las segundas residencias o de hoteles o de oficinas, puesto que aunque el razonamiento es parecido (su precio está sujeto a su esplendida ubicación producto más bien de la naturaleza o de la sociedad), no nos atañen en tanto no son bienes básicos e imprescindibles.
El paso final en este rápido recorrido por la vivienda es considerar los precios especulativos consentidos de la vivienda como un impuesto regresivo sobre los sectores de población afectados, esto es, los trabajadores en un amplio sentido (incluyo las clases medias). De forma que sus ingresos se ven mermados por una especie de impuesto feudal (es privado), por su elevado coste y su afectación temporal, 20 o 25 años. Los mecanismos financieros, las hipotecas, añaden al asunto un escalón más de depredación. A menudo se arguye que el incremento de precio se transforma en enriquecimiento para las familias hipotecadas, que compraron a 10 y ahora se valora a 20. Eso es totalmente falso. La vivienda propia difícilmente puede recuperar su valor monetario, a manos que cambiemos de residencia y eso en todo caso no nos enriquece. Es un valor contable que solo funciona como media de cambio, o, justo es reconocerlo, como hipoteca inversa para ingresar en una residencia privada, o para dejar en herencia un buen lío a nuestros hijos. Si eso es enriquecimiento, me gustaría ver a los piratas y a sus botines haciendo gala de ello.
A pesar de esta explicación racionalista, en nuestro país (y en otros de elevada melancolía latina) el promotor inmobiliario se ha convertido en un cáncer para los ingresos salariales y para el honor de algunos políticos y financieros. Esa forma de entender la vivienda absorbe enormes recursos que podrían dedicarse a funciones alternativas y en vez de generar ocupación y demanda en ese ámbito, los efectos económicos se reflejarían en zonas de consumo distintas con mucha mayor efectividad a largo plazo.
Como ven, aquí tienen desglosado un programa de gobierno que permite reformar el modelo productivo: vivienda pública de alquiler, fiscalidad adecuada y urbanismo social estricto.
Más adelante, si place, a mi honorable editor les hablaré del sector automovilístico. Otro que tal.
Lluis Casas profesor emérito (Parapanda’ s University)