En las circunstancias de hoy día parece que hablar de Europa ha dejado de estar de actualidad o como mínimo de moda. El europeismo como motor de un nuevo paradigma en este continente ha perdido fuerza, comprensión y significado popular. No son pocos los que reclaman sin tapujos volver a los respectivos campanarios como solución a los grandes problemas de hoy y de los que vendrán. La reciente reunión londinense del G-200 mil, puso en evidencia más que nunca que la UE como tal, es decir como estructura política, económica y social es incapaz de figurar ni que sea de igual a igual a Argentina, pongamos por caso.
Este brevísimo resumen del asunto sería compartido tanto por los partidarios de más Europa (nosotros mismos, entre ellos) como por los que quieren la vuelta al estado nacional y al fraccionamiento europeo. Todos estamos de acuerdo en que la propuesta de una Europa de todos, y para todos está encallada. Unos se alegran y otros nos lamentamos.
El asunto viene a cuento por las próximas elecciones al Parlamento Europeo, por los efectos de la crisis sobre los bolsillos y las conciencias de muchos europeos y por la escasa memoria que los electores y ciudadanos tienen de la propia historia reciente.
Europa se está construyendo sobre unas bases sencillas: a) basta de conflictos en el continente, substituyamos enfrentamientos por colaboración, y b) frente a los dos grandes bloques de la guerra fría (hasta Nikita Kruschev) y de la paz fría (después), hay que alzar una propuesta capitalista, social, libre en el sentido occidental y facilitadora de la paz. Frase que hoy requiere unos ajustes más que finos, pero que no ha perdido el sentido del equilibrio mundial que tenía inicialmente. A esas ideas le correspondieron varias generaciones de grandes políticos que alzaron el proyecto y lo consolidaron. El último de ellos, Jacques Delors dejó una UE llena de juiciosas promesas. De esos políticos los había que compaginaban su trayectoria en su propio país, con la europea, sin que saltaran chispas por ningún lado.
Hoy, la deriva liberal europea, el excesivo peso de la economía sobre la Europa social y cultural han provocado el retraimiento popular. La insuficiente consolidación de la representatividad parlamentaria, el excesivo peso de los propios gobiernos estatales han restado la alimentación política y el insuflo cultural para que el proyecto siga con rumbo, ritmo y velocidad adecuados. Digno es reconocer que los problemas han sido muchos y que en algún momento ha primado la extensión europea a su consolidación, la reciente discusión sobre las velocidades nos demuestra que estamos en una sola Europa, cuando fue por el canto de un duro tener dos, los buenos y los malos. Fue, tal vez, la última decisión valiente en el seno de la Unión.
Un excesivo número de políticos actuales de mentalidad de corto recorrido entorpecen precisamente el desarrollo de los aspectos que deben terminar el cuajo europeo. Así de claro. Esos aspectos tienen que ver con la identificación del ciudadano con derechos y deberes que le afectan positivamente, es la (imprescindible) y, dentro de ella, Europa de la cultura.
Dicho esto, contra argumentamos. La crítica sobre el economicismo europeo, sobre su deriva excesivamente liberal y empresarial, sobre las consecuencias no deseadas de la moneda única, etc., esa es una crítica conocida, pero inexacta e incierta. La economía ha sido el caballo sobre el que ha cabalgado siempre el proceso de la Unión Europea, ya en sus primeros pasos fueron los acuerdos en torno al carbón y al acero, nada tan poco poético y nada más económico que los dos factores del desarrollo básico industrial. Eso fue en los cincuenta y ya nunca se detuvo el mencionado caballo hasta la consolidación de una moneda única, el ECU y su destino final el euro: un adversario brioso del dólar (ahí hay muchas razones ocultas de los problemas europeos). Sin el caballo económico, el carro de la Unión se hubiera parado hace mucho. Eso le debemos.
El enemigo de la Europa social y de la Europa cultural no es el euro, ni siquiera el Banco Central Europeo, aunque por lo general merezca que se le saquen los colores de la cara. El enemigo de la Europa de los pueblos y de la sensibilidad social son los propios gobiernos estatales que no desean perder ciertas prerrogativas de cohesión nacional o simplemente de propaganda política y se han opuesto a la suma del euro y del programa social. Más todavía, todos los partidos tienen altas responsabilidades por su acusada reclusión en los estrechos y ya inútiles, márgenes en su Estado nacional.
El euro ha supuesto para los países que lo han hecho bien grandes beneficios aplicables a todo un continente. Cuando los españoles se preguntan si la crisis no sería menos grave con la peseta y sin el euro, hay que decirles que esta es una pregunta peregrina. Con la peseta se fue un mundo estrecho en lo económico y en lo político, llegaron capitales, llegaron personas, llegaron ayudas que reforzaban las enormes sumas que la Unión (CE entonces) aportó a la España recién incorporada. Llegó una oferta de sociedad distinta. Sería lo mismo decir que con el imperio romano se vivía mejor que con la crisis. Lo que en palabras de Marx sería “la idolatría del pasado”.
Si España padece un problema de desequilibrio lo es porque no se hicieron bien los deberes, la educación, productividad, el impulso a sectores tecnológicos, la limitación para los sectores de depredación (como el urbanismo salvaje), la energía alternativa, el medio ambiente, la reforma agrícola, etc. Ahí está el problema, no la imposible devaluación de la peseta. La devaluación la hacen los perdedores y hemos tenido los recursos y el tiempo necesario para evitarlo y ahora formamos parte (aunque parcialmente) de los países de primera fila.
La memoria popular también debería fijarse en que la Europa Unida es una Europa de conflictos civiles, no militares. Es una Europa que ha eliminado la confrontación bélica. Y no es una frase hueca, el conflicto de la antigua Yugoslavia no es un incidente que podamos olvidar. Al contrario, retrotrae a las anteriores formas de solución de conflictos, el enfrentamiento, incluso armado. Si la UE garantiza eso, la colaboración, lo aplaudimos, apoyamos y dormimos más tranquilos. Porque no tan lejos de las fronteras de la Unión se cuecen conflictos perfectamente derivables en enfrentamientos incontrolables.
Las izquierdas ha caído a menudo en la tentación de la crítica al desarrollo intenso de la Unión Económica, como si fuera la culpable de la falta de las otras patas de la mesa camilla europea. No es acertado plantearlo así. Bien con la Europa Económica, convenientemente democratizada, y hagamos lo imposible por impulsar la Europa social y cultural. Una Europa social que reafirme la centralidad, la visibilidad, el reconocimiento y la dignidad del trabajo heterodirecto. De un trabajo que cambia en un contexto de grandes transformaciones en curso.
De ahí la importancia de la acción colectiva europea que requiere, por supuesto, una personalidad más europea del sindicalismo confederal pues a estas alturas solamente es un sujeto tendencialmente europeísta.
Lo dicho no significa que la Unión Económica esté exenta de crítica, claro que no, y que no tenga graves defectos de estructura y de acción. El Banco Central Europeo, sin ir más lejos, basado en el miedo alemán a la inflación, ha olvidado su acción en bien del desarrollo, de la ocupación y se ha columpiado sobre una sola variable: el tipo de interés como factor paliativo de la inflación. Pero incluso esa política ha sido un éxito, recuerden los españolitos de más de treinta años, los tipos de interés que no hace tanto llegaron al 20%. Hoy discutimos si un dos o un tres por ciento. Santa reducción, pero está claro que eso no lo es todo.
Bolonia, esa ciudad con una historia reciente de comunismo democrático, ensombrece su nombre puesto que califica un conflicto universitario. Conflicto que vuelve a hacer aparecer la crítica a la Europa Económica. Repetimos, también para eso, la misma argumentación. Bolonia representa una universidad europea y no una multitud de anacrónicas universidades, difíciles de ensamblar. No critiquemos la opción europeísta, sino los aspectos que deban mejorarse o socializarse. Como las becas, por ejemplo.
Nosotros, personalmente, votaremos y estaremos la mar de contentos de votar con trescientos millones de conciudadanos. Aunque afirmamos que preferiríamos votar en el marco de un Parlamento con mayor poder que delegara en un gobierno que surgiera del mismo. Pero sabemos que el Parlamento Europeo no es el culpable de que no sea así, por lo tanto dirigiremos las críticas a donde se debe: a los gobiernos estatales, el verdadero freno de una Europa que responda a los sueños de sus iniciadores y de los ciudadanos activos y responsables de hoy.
Lluís Casas y José Luís López Bulla
Parapanda, Abril de 2009