viernes, 6 de junio de 2014

UN MANIFIESTO PARA EL CAMBIO POSIBLE

En un momento de debilidad o de orgullo mal entendido me comprometí con el boss de la comarca a plantear los puntos de confluencia que las diversas izquierdas deberían aceptar en aras de una oferta electoral para el próximo futuro en forma de manifiesto al que adherirse particularmente y que invitara con el ejemplo a las organizaciones políticas y sociales a hacer lo mismo.

Evidentemente, el asunto ha surgido al realizar ciertas sumas y restas a partir de los últimos resultados electorales que dan un nivel de voto conjunto de un peso considerable a los partidarios de los cambios en profundidad. Tanto es así que los medios, ya no los distingo, están llenando páginas y pantallas de recursos inquisicionales modernos: que si Venezuela, que si Corea del Norte, que si Cuba. En fin, ladran, luego cabalgamos. O al menos habríamos de intentarlo.

No solo la máquina de calcular pone sobre la mesa esa necesidad de programa común o proyecto mínimo o como ustedes quieran llamarlo. También la atenta lectura de las propuestas de unos y otros, así como el genoma común inducen a pensar que ha llegado la hora de dejar en el trastero las diferencias que solo hacen tranquilizar a la derecha y a los poderes fácticos al fraccionar una oferta sólida de izquierdas.

Esas diferencias son en su mayoría matices que el viento y el raciocinio eliminan en pocos instantes, pero, ¡ay!, otras merecen un tratamiento más escrupuloso y delicado, puesto que fácilmente se transforman en el ser íntimo de unos y su diferenciación respecto a otros. Incluso las de esta categoría pueden y deben ponerse encima de la mesa para ser tratadas adecuadamente para evitar que, sin que se eliminen, entorpezcan.

Queda finalmente lo más humano y a menudo lo más difícil: el tratamiento del ego personal o colectivo. Ahí, el llamamiento a la concordia es difícil, dado que nunca se trata abiertamente del aquel “qué pasa conmigo” o “qué pasa con nosotros”, sino que la médula está oculta bajo capas y capas de otros asuntos. 
Pero pese a ello, también hay que afrontarlo.

Solo se me ocurre el llamamiento a la responsabilidad colectiva frente a una oportunidad política que abre horizontes y frente a una crisis que tiene crucificadas a millones de personas por falta de trabajo, por el asalto a sus viviendas y por el tratamiento culpabilizador de la derecha rancia. Por no citar elementos fundamentales de la democracia y de los derechos humanos y sociales bajo la persistente actividad de la tijera quirúrgica del neoliberalismo y el autoritarismo de raíces tan fuertemente franquistas.

¿Puede servir un manifiesto para incentivar una unidad de acción política de las izquierdas? La verdad es que no sé la respuesta, pero pienso que en todo caso molestia no hace ninguna.

Para ello segmentaré el susodicho en dos partes, la presente y la de la semana próxima.

Entonaré primero los principios que no aparecen en los manifiestos programáticos de acción común: el programa, programa, programa. Me refiero a las consideraciones que permitan sentarse, hablar y ponerse de acuerdo.

En primer lugar, el reconocimiento de que la izquierda es diversa es básico. La izquierda, mal que le pese a alguno, siempre lo ha sido y siempre lo será. Está en su esencia que las apreciaciones sobre el qué, el quién, el cómo y el cuándo políticos sean diferentes en grados variados entre unos y otros. Incluso en los momentos de supremacía de una opción que hemos vivido, nunca desapareció la alternativa (o las alternativas), a veces recluida en espacios reducidos, pero siempre presente de un modo u otro y, a menudo, relevante respecto a sectores sociológicos de peso. Esas alternativas suelen anticipar causas que la hegemónico, monopolizada por el poder, no acierta a ver con claridad.

Ese respeto al vecino de al lado no debe eliminar el debate ideológico, histórico o social, pero siempre debe respetarse el matiz, si lo es o la distancia, cuando esta existe. La razón política, sea histórica o simplemente de oportunidad, nunca es única al estilo religioso, por ello cuando va acompañada debería poder interpretar mejor y más acertadamente las estrategias y las tácticas a aplicar. Ya el elector o el activista darán su opinión al respecto sobre la distribución de influencia. Las organizaciones (con mayor o menor estructura) deben entender que, además de mayor o menor influencia, la confluencia de objetivos tiene mayor importancia.

En segundo lugar hay que colocar la aceptación de los mecanismos de participación democráticos para conformar los liderajes, las listas electorales y los programas, tanto para cada uno de los elementos, como para la molécula resultante. Resalto que tampoco se trata de establecer sistemas que se tornan inefectivos políticamente porque se ensimisman en el debate. Se trata de acumular razones, fuerzas y proceder a la acción política, no de crear un club inglés.

En tercer lugar, hay que colocar el reconocimiento de la soberanía popular como eje de cualquier desarrollo político y social, con  los derechos humanos, sociales y políticos como salvaguardas constitucionales y estabilizadores sociales y económicos.

Así las cosas que no alimentan pero que insuflan vida, dejo para una reflexión común lo dicho y me emplazo a entregarles la continuación, al más puro estilo de la novela del diecinueve. Por cierto, en donde empezó todo.

Lluís Casas sin exclusiva.