viernes, 14 de febrero de 2014

HUIR DE BARCELONA

Escribe Lluis Casas


Visitar la librería Documenta, junto a las Ramblas, fue para mí durante largos periodos un hábito ligado al lugar de trabajo y a los paseos substitutorios del desayuno o al mediodía, antes de reanudar la jornada laboral. Esto ya no es posible hoy día, pero de vez en cuando, si la ocasión lo permite, allá me lleva el impulso atávico como a los elefantes, amigos de la lectura.


Este sábado fue uno de esos días en que la circunstancia me permitió darme una vuelta entre las mesas expositoras de Documenta y, a la vez, oír a su propietario en una de sus permanentes conversaciones con uno u otro de sus clientes. Esta decía así:

“Es la ocasión de cambiar de lugar. Este barrio, que me encanta y donde he pasado tantos años, ya solo es territorio turístico”

La conversación, como adivinaran, iba por el asunto del anunciado traslado de  Documenta a otra zona de la ciudad, junto a un cambio de dirección por razón de edad. El cambio territorial está motivado en buena parte por ese espectro mortal que se llama «nueva ley de arrendamientos urbanos», que liberaliza los alquileres que estaban contingentados hasta ahora. Aparte de ciertas desventajas para los propietarios de esos locales, que en honor a la verdad hemos de reconocer, la contingentación ha sido muy útil para mantener el comercio más o menos tradicional en su lugar de actividad de siempre. Ello también ha comportado un poco de respeto hacia la arquitectura y la decoración que muchos comercios mantenían desde épocas más detallistas que hoy. Sin señalar a nadie, en Barcelona se mantienen o mantenían múltiples ejemplos de la evolución decorativa, de la marcha técnica del comercio y de la forma de vida que implicaba ser comerciante o tener un local abierto al público al margen del sector en el que desarrollaba su actividad.

Es obvio que es (era) un lujo disponer de las cererías (a pesar de su deriva eclesiástica), pastelerías, farmacias, colmados Lafuente, librerías Documenta, tiendas de vetes i fils, bares y restaurantes y tantos y tantos negocios que mantenían actividad y apariencia tradicional.

Durante años la resistencia ha sido enconada. Se perdían piezas irrecuperables obteniendo hamburgueserías, tiendas de moda londinense o cualquier nuevo negocio efímero basado en la tecnología circunstancial. En otras ocasiones, el poder del dinero simplemente transformaba un establecimiento tradicional en otro del mismo sector pero con luces de neón y mesas y sillas imposibles. Con eso también desaparecían oficios y habilidades nunca substituidos con ventaja. ¿Quién recuerda a un camarero que mantuviera en acción una docena de mesas repletas sin olvidar nada y sin tardar una eternidad en alcanzarnos esa copa que pedimos tardíamente? Recuerdo que un día éramos quince amigos en torno a una mesa, cada cual pedimos una cosa distinta. López Bulla para facilitar las cosas hizo la síntesis al camarero: «Ya lo ve usted, ¡café con leche para todos!». Éste respondió profesionalmente: «No hace falta, caballero, me acuerdo de todo». 

Hoy esa lucha de resistencia se viene abajo puesto que el tenedor del negocio, pero no del local, no puede asumir los incrementos de coste de alquiler. La ley ya no le protege. Por ello, los voraces tiburones --pobres tiburones, ¡que mala prensa tienen!--  de la especulación inmobiliaria simplemente aplican la tercera regla, la multiplicación, al alquiler vigente y este absorbe inmediatamente no solo los beneficios del negocio, sino todos sus ingresos. Por lo que el afectado opta por tomar las de Villadiego con o sin la actividad. Le reemplazará, sin duda, una tienda de moda de una cadena internacional destinada al turismo ex soviético.

La frase del librero va más allá del simple impedimento del alquiler. Dice sintéticamente que esta es la excusa para pasar a otra zona ciudadana, puesto que Ciutat Vella ya no está para el asiduo indígena, su cliente habitual.

La llegada del turismo masivo, que da a la ciudad ocasiones económicas, también las quita, y transforma territorios populares en todos los sentidos del término en cauces turísticos y en implantaciones de las actividades que rodean a estos. Desde sombreros mejicanos a joyerías de miles de euros la pieza. Sin citar hoteles, residencias, apartamentos y otros adminículos creados por la imaginación humana (¿) para que los visitantes duerman algo. A ello se refirió Sócrates en su día: «Hay que ver las cosas que tiene el mercado, que yo no necesito».

A pesar de mi dificultad para desplazarme conformado más allá de santa Coloma de Gramanet, he sido turista obligado y he necesitado y utilizado la parafernalia propia de esa especie humana transgresora y superficial, debo reconocer su utilidad tanto como activo económico, como activo cultural y de conocimiento mutuo entre humanos. También debo advertir que nunca he vomitado en ninguna calle de Berlín, ni he descargado la vejiga frente a la pirámide de Keops, ni he buscado un gorro frigio en Chile, aunque si intenté hacerme en Moscú con una gorra como la lucía Lenin en la estación de Finlandia y en su defecto con unas botas del ejercito rojo, esas altas que se calzan sin calcetines y con vendas de piel. Como no conseguí ni lo uno, ni lo otro, debo reconocer que hay ejemplos de pasotismo turístico excesivos.

Pero Barcelona se está yendo hacia un extremo sin consideración ninguna con el mundo indígena que hace años que intenta vivir en ella y que hasta ahora y por mayoría abrumadora se sentía satisfecho de la ciudad y de sus vaivenes culturales, industriales y políticos.

Los juegos olímpicos han obligado al mundo mundial a visitarnos, cosa que en realidad no pretendíamos, al menos en las dimensiones que esos cruceros monstruosos, esas naves equivalentes a la estrella de la Muerte Galáctica de George Lucas, nos están apareciendo día si y día también en las cercanías del dedo de Colon.

Una masa de esa dimensión, visitante urgente, comercialmente activo y selectivo, junto al visitante selecto de hotel modernista y de altísimo consumo se están tragando enteras barriadas barcelonesas. Sus residentes son desplazados por los precios de la vivienda, del comercio o del local y por la selectividad social. Se resiste, si; el Raval es duro de pelar. Lo ha sido siempre, con sus anarquistas eminentes, sus gángsters a la francesa y sus utilidades sexuales de amplio abanico. Pero otras zonas, menos dadas a la guerrilla urbana, como el núcleo del falso gótico, los ejes primordiales de la burguesía como el Passeig de Gracia, las zonas del Eixample castigadas con ilustres catedrales quiméricas son trituradas por la apisonadora turística sin compasión.

La administración actual del municipio, ampliamente satisfecha por no gobernar la ciudad, hace lo que puede para acelerar la creación destructiva que genera el turismo masificado. No es que sea fácil regular el número y la ubicación de los establecimientos hoteleros, tampoco es nada establecer horarios, circuitos y zonas de aparcamiento de autobuses, ni siquiera el tránsito de vehículos estrafalarios de color deslumbrante, ruido prominente y gases de invernadero abundantes son accesibles a cierto orden. Debemos comprender lo difícil que le resulta a un alcalde minoritario hacer comprender con buenas palabras a sus socios i amigos del bussines que la ciudad es de todos, aunque un poco más de sus residentes habituales, hablen la lengua que hablen.

A eso se refería el ilustre librero, hay que aprovechar que nos echan para irnos.

Como muchos otros barceloneses, sean o no barcelonistas tendrán que hacer.


Lluís Casas cronista, pidiéndoles excusas por no publicar el segundo artículo sobre productividad, denme una semana de paciencia. .